Trece Gatos presenta A buen fin no hay mal principio, de William Shakespeare, en la Sala del Mariano, Usera
Recientemente, Trece Gatos llevó su montaje de Sueño de una noche de verano al Teatro Arlequín, en la Gran Vía Carlos Manzanares Moure lleva al escenario de la Sala del Mariano su adaptación de A buen fin no hay mal principio.madrileña. Retomaron luego la apuesta entretenida y comercial de Cluedo, el juego de la sospecha. Tienen, además, un largo repertorio, que incluye obras de Arthur Miller, Pirandello, Molière, Ágata Christie, Woody Allen, Sanchis Sinisterra, Plauto, Carlo Goldoni, Sergi Belbel… Vuelven ahora a Shakespeare con su “método Manzanares”.
Sobre Carlos Manzanares Moure y Trece Gatos
Carlos Manzanares Moure, el hombre de las mil y una tramas, a quien nunca satisfizo un final, está delante y detrás de la dirección de Trece Gatos, la compañía teatral del barrio madrileño de Usera que esta temporada lleva al escenario de la Sala del Mariano (c/ Cristo de Lepanto, 11) su adaptación de A buen fin no hay mal principio (All’s Well That Ends Well, 1604-1605), de William Shakespeare.
Mil y una tramas porque sus adaptaciones suelen serlo de argumentos complejos, intrincados, con multitud de personajes, con varias tramas en paralelo y giros dramáticos inesperados. Hombre a quien no satisfizo nunca un final porque acostumbra a adaptarlos al gusto de la actualidad: cambió el final de Sueño de una noche de verano, ha cambiado el de A buen fin no hay mal principio… y prepara la adaptación de El maleficio de la mariposa (1920), primera de las piezas teatrales de Federico García Lorca, quien remató su obra con un sonoro “Final truncado”. Final truncado que permite a Carlos Manzanares escribir y representar el que a él le gusta, acorde con los tiempos que corren.
Era esperable, pues, que Carlos Manzanares sintiera atracción por esta comedia de Shakespeare que pone en evidencia la construcción estereotipada de los finales en las comedias del teatro isabelino y jacobino inglés (y, de paso, del teatro áureo español), pero que contiene también notables elementos cómicos y una crítica sagaz al aristócrata petimetre y seductor del tiempo de Shakespeare.
Carlos Manzanares Moure, el hombre de las mil y una tramas. @Trece_gatos #reseña: @avazqvaz Share on XPero aquí lo que importa es el “método Manzanares”, la fórmula hallada por la compañía y su director para abordar los textos del clásico inglés con la frescura que requiere su público objetivo. Por eso la tranquila comicidad del montaje: se subrayan sin aspavientos los aspectos más divertidos de la comedia, se simplifican las tramas, se actualiza la psicología de los personajes –singularmente la de los femeninos– y se aborda el montaje con el estilo que caracteriza a la compañía, esto es, frescura en las interpretaciones, vis cómica (y hasta infantil), escenografía sencilla (con un aprovechamiento extenso del espacio tanto del escenario como de gran parte del patio de butacas), movimientos coreografiados sobre la escena (que buscan la composición de cuadros pictóricos), utilización de la música como si fuese la banda sonora de una película, y presencia, discreta pero constante, del director sobre la escena, actuando de cicerone, enfatizando con la música el estado emocional de los personajes e indicando al público los diferentes espacios y tiempos que representa la acción (“… habitación de la condesa, un armario, un tocador…”).
Hoy Shakespeare lo habría hecho así. Carlos Manzanares. @Trece_Gatos #reseña: @avazqvaz Share on XSe simplifican, pues, las tramas, y algunos personajes se esfuman o se funden con otros. Significativamente desaparece la figura de Lavache, el bufón de la casa de la condesa de Rosellón: al disiparse el humor entre todos los personajes, las figuras cómicas ya no cumplen la función de contrapunto. Los montajes de Carlos Manzanares y Trece Gatos contravienen también esta regla del teatro isabelino y jacobino, la de reservar la comicidad y las bajas pasiones a las clases menesterosas, y las elevadas (el amor puro, el honor…) a la clase dominante. Desactivado este prejuicio de clase, Shakespeare gana actualidad.
Por lo demás, la puesta en escena se limita a lo esencial y adquiere tintes caricaturescos, muy próximos al astracán del primer tercio del siglo XX: los caballos son palos de escoba con cabeza de cartón, los árboles caminan raudos cuando los protagonistas cabalgan, hablan los retratos colgados en las paredes…
Preguntado Carlos Manzanares por su osadía al modificar a Shakespeare con tanta soltura, su respuesta no se deja esperar: “Hoy Shakespeare lo habría hecho así”
De la novella de Boccaccio a la comedia de Shakespeare
La trama principal de A buen fin no hay mal principio (1604-1605) está basada en la novena historia del tercer día del Decamerón (1351-1353) de Boccaccio, que Shakespeare pudo conocer en su original o en la traducción de William Painter, publicada en la colección The Palace of Pleasure (1566-1575). En resumidas cuentas, Guillete de Narbona (Elena en la comedia de Shakespeare) sana de una fístula al rey de Francia, y este le concede el deseo de casarse con Beltrán, conde de Rosellón, en contra de su voluntad. Tras la boda, para evitar consumar el matrimonio, el conde marcha a la guerra, a Florencia, donde corteja a una mujer. Guillete lo persigue y, mediante engaños, consigue yacer con su marido sin que este conozca su identidad, y quedar embarazada. Descubierto el engaño, Beltrán se arrepentirá de su desprecio y aceptará el amor de Guillete.
La trama expone, pues, los ardides de una mujer para conseguir un marido de una clase social superior: primero al cobrarlo como premio por sus servicios al rey; luego al engañarle en el lecho haciéndole creer que está con otra mujer. Podría encuadrarse, por tanto, en la tradición misógina de la cuentística medieval. Sin embargo, esta narración ha recibido otras lecturas. Se subraya la pasividad y la arrogancia de Beltrán, un personaje plano, inmaduro e irresponsable, que se deja llevar por las circunstancias, a quien vencen las convenciones sociales que le impiden responder al amor de una mujer de una clase social inferior. Guillete, en cambio, es el motor de la acción. Profesa un amor sincero por Beltrán y no se detiene ante las diferencias de clase. Su método, no obstante, es maquiavélico: utiliza el engaño para derribar los obstáculos de clase y para hacer triunfar al amor.
Shakespeare mantendrá esta estructura en lo esencial, añadirá una trama secundaria –que tiene por objeto la caída en desgracia de Parolles, secuaz de Beltrán–, e introducirá algunos elementos sociales y psicológicos que enriquecen notablemente la trama principal.
Así, reproduce el tópico renacentista de la oposición entre los bienes recibidos por naturaleza (como la noble cuna o la herencia), y los adquiridos y preservados mediante el esfuerzo personal (como la virtud y la honra), esto es, el debate entre el verdadero honor y el honor social. Afirmará el rey:
REY: […] Elena tiene como patrimonio juventud, virtud y hermosura, bienes que ha merecido de la Naturaleza por línea recta, y su posesión es muy honrosa. No lo es, en cambio, vanagloriarse de ser hijo del honor sin asemejarse a su padre. La distinción más gloriosa es la que procede de nuestros actos, no aquella que nos han transmitido los antepasados por herencia. (Acto segundo, Escena III).
La oposición entre la burguesía emergente (Elena es hija de un médico) y la aristocracia –existente ya en la novella de Boccaccio–, se sitúa ahora en un ámbito moral más preciso y codificado: el de la falta de justificación de las diferencias sociales originadas en una transmisión hereditaria a la que no acompañan ni los actos ni el honor.
Los actos llevados a cabo por Elena –singularmente la sanación del rey– son, de acuerdo con el monarca, generadores de una distinción social. Poco tiene que ver el pensamiento del rey, por tanto, con una visión inmutable de la sociedad. No es nueva la complicidad de la monarquía con las clases subalternas. No obstante, lejos de afectar al orden establecido, es su fundamento, pues es el monarca quien otorga las distinciones nobiliarias en virtud de los méritos y servicios efectuados. Por eso el rey advierte a Beltrán de que la falta de título de Elena no es motivo suficiente para rechazarla, y que, si esa es la causa, él colmará de honores a la enamorada:
REY: […] Los simples títulos son esclavos prostituidos en la tumba, mentidos trofeos que se levantan sobre una soberbia sepultura, mientras que el polvo y un injusto olvido pesa las más de las veces sobre las cenizas virtuosas. ¿Qué respondes? Si esta joven te conviene por esposa, puedo yo hacer todo lo demás. Ella te lleva en dote su persona y su virtud. Yo añadiré títulos nobiliarios y fortuna. (Acto II, Escena III).
Gira así el argumento en torno al ascenso social de Elena, quien se ha ganado el favor del rey tras sanarlo y quien, además, presenta un gran arrojo para conseguir sus propósitos, tal y como manifiesta desde el principio de la obra:
ELENA: Las empresas extraordinarias parecen imposibles a los que, midiendo la dificultad material de las cosas, imaginan que lo que no ha sucedido no puede suceder. ¿Cuál es la mujer que poniendo en juego todos los resortes para dar a conocer cuánto vale, no tiene fe en su amor? La enfermedad del rey… Mis proyectos pueden traicionar mis esperanzas; pero mis resoluciones son fijas y no fracasaré. (Acto I, Escena I).
Diana y Elena, casta diosa y epítome del deseo
Así, con férrea determinación, Elena irá a Florencia vestida de peregrina en busca de su marido. Lo encontrará a través de la mujer que este trata de seducir, Diana, a quien logrará convencer para que le permita sustituirla en el lecho para consumar el engaño a Beltrán.
No es casualidad el nombre de la dama florentina, Diana, diosa romana de la castidad y de la caza. Como tampoco es casualidad que Beltrán, el seductor, no se detenga ante cualquier mujer, sino que pretenda, precisamente, aquella cuyo logro resulta más dificultoso.
Se presentan, pues, asociadas, la caza y la castidad. Antes que la romana Diana, existieron sendas diosas griegas: Artemisa y Selene. La primera fue consagrada a la caza; la segunda –la Luna– a la castidad. Será esta última la personalidad que destaque en la Diana imaginada por Boccaccio y desarrollada por Shakespeare.
Enamorada del pastor Endimión, Selene solicitó a Zeus que concediera a su amado la inmortalidad. Así lo otorgó Zeus, pero con una condición: el pastor caería en un sueño profundo durante la noche. De este modo, amado y amada nunca coinciden, pues Selene solo se presenta durante la noche, cuando Endimión duerme. En su afán por racionalizar el mito, Plinio el Viejo explica que Endimión fue el primer hombre que observó los movimientos de la Luna. Por este amor imposible se conoce a Diana, Selene o Luna como la diosa de la castidad.
En efecto, la Diana florentina de la comedia de Shakespeare, al igual que la del relato de Boccaccio, defenderá su virginidad, e incluso prometerá morir virgen:
DIANA: Puesto que los franceses son tan falsos, cásese con ellos quien quiera; yo viviré y moriré virgen. No considero, no obstante, la estratagema como un pecado, pues es justicia engañar a un seductor. (Acto IV, Escena II).
Así, al recibir la promesa de una noche junto a la florentina, Beltrán se figura que ha seducido a Diana, cuando, en realidad, la presunta conquista actúa realmente como la diosa de la castidad, castigando al seductor mediante el engaño y preservando su virginidad.
Elena sustituirá en el lecho a Diana. Esto es, Elena, la Helena de Troya, arquetipo de la belleza mortal (y también de la discordia), asociada a Venus-Afrodita, diosa del Amor, sustituirá a la castidad para yacer con su legítimo marido. La paradoja, pues, en este juego de seducción a tres bandas, contiene múltiples capas que se resumen en una: Beltrán, el seductor, cree estar engatusando al epítome de la castidad, cuando en realidad es la diosa del amor quien lo conquista a él.
Además, Elena es consciente de la asociación de Diana y Venus, tal y como se desprende de la conversación que había mantenido con la condesa de Rosellón:
ELENA: […] Si vos misma, cuya ancianidad respetable prueba una juventud virtuosa, os habéis encendido en una tan pura llama, tan casta, tan tierna, que hayáis sido a la vez Diana y Venus… (Acto I, Escena III).
La aspiración de Elena es justamente emular a la condesa. Así, la relación entre Beltrán y Elena –en el lecho de Diana– sucede bajo el sacramento del santo matrimonio, aunque Beltrán no lo sepa. Elena, pues, solo entrega su amor disfrazado de castidad. Se produce, en fin, un falso adulterio. Esta insólita fórmula es empleada por Shakespeare y Boccaccio para abordar también el asunto de las relaciones sexuales fuera del matrimonio sin alejarse del cauce de la Iglesia católica.
Shakespeare, en efecto, explota agudamente la trama simbólica apuntada por la novella de Boccaccio: respeta el nombre de Diana, pero sustituye el de Guillete por el de Elena (o Helena), la más bella entre las mortales, así como Venus lo es entre las diosas (según el juicio de Paris).
La Elena de Shakespeare acusará los rasgos venusinos apuntados por la Guillete de Boccaccio. Así, antes de consumar su matrimonio santamente, en la conversación que mantiene con Parolles acerca de la virginidad, Elena recurre al tópico bélico del asedio a la virginidad de la dama, y, al reconocer su debilidad, parece arrojar una escala a posibles asaltantes:
ELENA: Pero él aventura nuevos asaltos, y nuestra castidad, aunque valiente en la defensa, es débil. Indicadme el medio de alguna resistencia bélica. (Acto I, Escena I).
Además, Elena escucha con agrado las explicaciones de Parolles y, finalmente, se muestra procaz y sugiere su deseo de perder la virginidad, a ser posible “a gusto”:
ELENA: ¿Y qué hay que hacer, señor, para perderla a gusto? (Acto I, Escena I).
Tras la consumación de su matrimonio, sin embargo, Elena denotará la relación ambivalente que mantiene con el género masculino, al que tacha de odiar a las mujeres al mismo tiempo que disfruta de los placeres de relacionarse con ellas:
ELENA. ¡Extraños seres los hombres, que pueden disfrutar de tan tiernos placeres en la posesión del objeto mismo que odian, cuando la lujuria de sus deseos acrecienta el horror de la noche tenebrosa! (Acto IV, Escena IV).
Esto es, Elena señala la misoginia imperante. Si bien tanto la comedia como la novella presentan el engaño como merecido, Shakespeare desarrollará el potencial misógino de la narración de Boccaccio, que ubicará en la actitud despectiva de Beltrán, la socarrona de Parolles y la hiriente del bufón Lavache.
A buen fin no hay mal principio
All’s Well That Ends Well, que también se tradujo por Bien está lo que bien acaba (y que, si hacemos una lectura maquiavélica, podría traducirse por El fin justifica los medios) contiene una declaración de principios en su título: el final es un artefacto que tiende a unir en santo matrimonio a las parejas que a lo largo de dos horas o dos horas y media (o varias jornadas, o meses, o años) se han atraído y rehuido, han jugado al ratón y al gato para solaz del espectador y por motivos narratológicos y dramáticos. En la comedia áurea, tanto isabelina y jacobina como española, pueden encontrase finales hasta con cuatro bodas simultáneas: la de ambos jóvenes protagonistas, la de sus mayores, la de sus criados –incluido el gracioso–, y la del antagonista principal que, redimido, desposa a una dama de la corte. En Como gustéis, la trama se cierra con las bodas de Rosalinda y Orlando, Phoebe y Silvius, Celia y Oliver, y el bufón Touchstone y Audrey. Similares finales tienen La duodécima noche, Trabajos de amor perdidos (aunque en este caso la celebración tenga que posponerse debido a los sucesos finales), etc.
En A buen fin no hay mal principio la boda entre Elena y Beltrán tiene lugar en el segundo acto, pero la aceptación del matrimonio por parte de Beltrán se produce en el final de la comedia. Tras ella, el rey cierra la obra con un resumen: “Bien parece estar ya todo y, si acaba así, el amargo pasado hará más dulce el porvenir”.
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No obstante, el tratamiento del matrimonio por parte de Shakespeare no resulta tópico: es una solución efímera en Romeo y Julieta, un acto ilícito en Hamlet, fuente de celos en Otelo, castigo cruel en La fierecilla domada, premio elusivo en Trabajos de amor perdidos, contrato sexual en Medida por medida, símbolo de reconciliación en La tempestad… En la tragedia, el matrimonio es generalmente catalizador del conflicto (así en Otelo, Hamlet, Rey Lear o Macbeth); pero en la comedia se presenta como fuente de comicidad, premio otorgado por el rey o aspiración de los protagonistas (así en Mucho ruido y pocas nueces, Sueño de una noche de verano, etc.).
En A buen fin no hay mal principio el matrimonio es la motivación principal de Elena, su protagonista, pero se presenta también como final feliz anunciado y abrupto al mismo tiempo: la artificiosidad de la trama alcanza su mayor cota con el repentino cambio de opinión de Beltrán, que acepta a Elena a pesar de haberla rechazado tan solo unas líneas antes.
Shakespeare evidencia así el carácter estereotípico de la reconciliación y boda final, expone su artificiosidad, pero no priva a su público de disfrutar de lo que desea, coherentemente con la actitud mostrada en otro de sus reveladores títulos: Como gustéis (como gustéis vosotros, el público). El mandato del público es otro de los temas candentes del teatro de la época. Lope de Vega lo expresa de modo más directo: “… porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto” (Arte nuevo de hacer comedias, 1609). Vulgo o no vulgo, lo cierto es que es el público quien manda en un oficio que en tiempos de Lope y Shakespeare ya depende de la taquilla.
Todas estas características y alguna otras –su elevado número de personajes, sus tramas enrevesadas, sus acciones paralelas, la comicidad de sus situaciones…– son las idóneas para que Trece Gatos haya acometido el montaje de A buen fin no hay mal principio. Además, fiel a sus principios, Carlos Manzanares actualiza el final de la comedia.
Yo no me la perdería.
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Autor: William Shakespeare.
Dirección: Carlos Manzanares Moure.
Reparto: Ángel Baena, Natalia Espósito, Ainhoa Herresánchez, Enrique Huertas, Raquel León, Laura Luna, Eva Martínez, Teresa Ruiz y Carlos Vellisco.
Sala del Mariano, Madrid.
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