El escritor solo es responsable ante su obra.
Si es bueno, será completamente despiadado.
Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe liberarse de él,
arroja todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia,
la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir.
William Faulkner, The Paris
¿Será posible amar la obra y odiar al autor?
En autores, como en botica, hay de todo: los hay accesibles y amables con su público, y los hay también pagados de sí mismos que dejan un resabio áspero por donde pasan; eso, ciñéndonos a quienes son normales, es decir, a quienes no presentan desajustes llamativos. A quienes son, ni más ni menos, que como la mayoría de nosotros.
La pregunta es pertinente, puesto que el propio Pablo Coelho, nada sospechoso de padecer desequilibrios, tiene un pasado poco confesable.
La cara y la cruz de un autor
Un tal Morais, exsecretario de cultura de Brasil y periodista, le ganó una apuesta: si localizaba al militar que lo torturó en 1969, un baúl con más de cuarenta años de huella biográfica del escritor sería suyo. Dicho baúl habría de quemarse a su muerte porque, según su propietario, carecía de valor, pero resultó ser la prueba fehaciente de un pasado poco honorable.
Entre la pila de cosas inconfesables: había atropellado a un crío y no lo había socorrido; había tomado todo tipo de drogas en un viaje a Latinoamérica; fue sospechoso de robar un banco; llegó a iniciarse en el satanismo; tuvo un romance con Cecilia Bolocco mientras estaba casada con Carlos Menem… Y otras perlas que no voy a referir. Un currículum que probablemente no es para querer exhibir. Luego, en 1982, «una revelación me cambió la vida» y ya todo fue de otra manera. Parece que se redimió.
«Anda, el propio Paulo Coelho, con su beatería y sus frases de crecimiento personal», te dices, mientras atrapas otro pistacho. A saber cómo era su carácter entonces. Aquí no se libra ni Dios.
Pero él tiene lo suyo y nosotros tenemos lo nuestro. Y lo nuestro es que somos mirones. Gracias a nosotros la telebasura no pierde salud: plena de presente y despreocupada por su futuro. No la vemos, pero conocemos toda la fauna de personajes y personajas que se pasean por ella. ¡Ah! Criticarlos nos hace sentir moralmente superiores.
Conocer a los autores, ¿para qué?
Para qué saber qué piensan, si son de izquierdas, si están separados o si llevan toda la vida en santificada monogamia; en realidad, para indagar en sus miserias, confiésalo. ¿Y si el autor que te gusta sufre de trastorno bipolar? ¿Y si tu autora favorita es cleptómana?
Las vidas grises y desangeladas necesitan purpurina. Y la polémica las atrae como el imán a los clavos. Mucho más que la calidad.
Somos mirones y mitómanos. En cuanto alguien hace algo notable le atribuimos virtudes que no son sino aderezos de una idea preconcebida. De ese ramillete y de esa dudosa fuente crediticia —la cabeza de cada uno— pasa a la cabeza plurisocial. Y al revés.
Tenemos un ideal de perfección que no es sino síntoma agudo de carencias y falta de foco en lo que podemos hacer y no hacemos. Pretendemos que otros sean, que otros hagan, que sean otros quienes encarnen esos ideales esquivos. Y nos decepcionamos porque nos fallan.
La literatura se libra menos aún: escritores alcohólicos, mujeriegos y con ejemplos poco edificantes en sus vidas ordinarias. Tal vez, porque ser escritor exige una cuota de desequilibrio. Valdrá más amar la obra y odiar al autor. Valdrá más saber lo imprescindible de paternidades y maternidades literarias para que no interfieran. Mejor amar la obra y odiar al autor. Y sin embargo, no será menester odiarlo: bastará con comprenderlo y comprender que a menudo vive entre tormentos; confesables o no, pero que son la gasolina de su obra.
¿Amar la obra y odiar al autor? ¿Y si intentamos comprender que sus tormentos son la gasolina de su #obra? Los #escritores son humanos. #Artículo de @marianRGK. Share on XVidas atormentadas
No son ángeles. Son humanos. Padecen ansiedad y sufren desequilibrios en mayor proporción que la gente normal. La historia de la literatura tiene para sí un extenso catálogo de alcohólicos, drogadictos y suicidas. Sin contar, como digo, los normales.
Por nombrar algunos: los depresivos Tolstói, Kafka, la atormentada Virginia Woolf. Ahí está Edgar Allan Poe, el mendigo saturado de excesos; Ezra Pound y Philippe K. Dick, con sus respectivas esquizofrenias, y ese rayo de luz rosa que incidía directo en la conciencia de este último, como él mismo afirmaba.
Ahí tienes a Silvia Plath, que concitó la muerte metiendo la cabeza en el horno doméstico; o a Hemingway y su personalidad límite, sobrellevada con buenas dosis de alcohol y rematada con una escopeta de caza. Ve a bucear en la vida de William Burroughs: intoxicado por alcohol y drogas que no apuntó contra sí el arma, sino contra su esposa. Una macabra y ridícula muerte colateral.
A pesar de todo… «La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Feo, y me embarcó en la lucha de toda la vida, en la que no he tenido más remedio que buscar la salida escribiendo…» anotó Burroughs. Fue entonces cuando quiso llevar a cabo la destrucción del lenguaje, ese parásito acomodado en las mentes humanas. A fe que lo hizo de manera sutil y elegante, promoviendo nuevas formas de creatividad.
Soledad, desarraigo, impotencia, riesgos asumidos, escritos llenos de belleza. Pero ¡qué complicada relación entre vidas y letras!
Amar la obra, odiar al autor
Hemos leído sus obras, sus prosas ágiles y reveladoras. Sus poemas dolorosos. Aun así, puede que por un par de entrevistas accidentales o un par de sobresaltos a cargo del periodista de turno, nos llevemos un disgusto; algo simple: el autor podía reproducir un tópico o salirse por la tangente cuando la tangente era clave de algo. Decepción. ¿Qué hacer?
Odiar al personaje y amar su obra no es esquizofrenia. Es salud mental. Lo que seduce es lo que esa obra tiene de verdad, sea o no verdadero lo que cuenta. Pudo contar Calderón de la Barca en La vida es sueño que a Segismundo lo encerraban y lo liberaban alternativamente. Su visión de la realidad se distorsionaba; por verosímiles que fueran los sucesos narrados, jamás ocurrieron de verdad. Calderón de la Barca, como autor, pasa a ser circunstancia necesaria.
Es lo cautivador de la literatura.
Cada autor busca saber quién es y su ser-de-verdad está agazapado en una pila de párrafos y vericuetos literarios. García Márquez decía que el escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar.
Asombrémonos y descubrámonos en ellos y con ellos. Será un modo de no hacernos viejos. Aborrecer al autor y amar su obra. Odiar la sordidez y amar como la cuenta. O comprenderlo todo, como si de uno mismo se tratase.
Quien no se haya ensuciado alguna vez con los barros de la vida que tire la primera piedra.
García Márquez decía que el #escritor escribe su #libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar. Quien no se haya ensuciado alguna vez con los barros de la vida que tire la primera piedra. #Artículo de @marianRGK. Share on X
Un artículo de Marian Ruiz Garrido
Portada de David de la Torre
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