Reseña de El cuaderno de la ausencia y entrevista con su autor, Pío Caro-Baroja, por Manu López Marañón.
El cuaderno de la ausencia. Pío Caro-Baroja. @Catedra_Ed. Hoy, #DíaDelLibro2021, compartimos con nuestros #lectores el honor de recibir a @piocarobaroja en la luna de Revista MoonMagazine. Share on XReseña: El cuaderno de la ausencia
Para el psiquiatra y ensayista suizo Carl Jung el inconsciente colectivo hace referencia a estructuras no conscientes de la mente compartidas entre los miembros de una misma especie. Según Jung, lo inconsciente colectivo humano está poblado por símbolos universales como pueden ser la madre, el agua o el árbol de la vida. Tales arquetipos tienen una profunda influencia en las existencias de los individuos que los viven, dotándolos de significado a través de sus experiencias. En ese magma donde se agita la memoria de la tribu, obviamente, existe un padre. El Padre.
Pío Caro-Baroja Jaureguialzo (Madrid, 1969) en El cuaderno de la ausencia demuestra haber tenido no uno sino tres de estos Padres mayúsculos. El biológico fue Pío Caro Baroja (1928-2015), que es quien más páginas del libro ocupa y a cuya memoria va dedicado. Pero en un mismo nivel de paternidad, espiritual si se quiere, tuvo este hijo como principales mentores a su tío Julio Caro Baroja (1914-1995), el antropólogo, etnólogo e historiador de fama mundial, y, en un peldaño más arriba del árbol genealógico, al que para muchos sigue siendo el mejor novelista jamás habido, Pío Baroja (1872-1956).
Si bien el autor de este libro, el soltero cincuentón Pío Caro-Baroja (actual albacea, junto a su hermana Carmen, de los libros de la familia y copropietario de Itzea) no llegó a tratar en vida a su tío abuelo —el último en hacerlo en la intimidad del hogar fue su padre —, el magisterio del autor de El árbol de la ciencia y Las inquietudes de Shanti Andia prende siempre, como un potente radiador dispensando calor, no solo en su sobrino nieto, también sobre los demás habitantes —vivos y muertos — de la casona familiar de Itzea, construida por Serafín Baroja (que falleció en 1912, poco antes de la inauguración) en la navarra localidad de Vera de Bidasoa.
De Julio Caro Baroja dice su sobrino: «Fue un verdadero intelectual. Un intelectual con mayúsculas». Y confiesa luego que en más de un sentido su sombra sigue acompañándole; cómo, en el fondo, no ha dejado de estar a su lado. De la misma manera que tampoco dejó de estar junto a los suyos don Pío cuando les dejó. «Es que a los Baroja siempre nos gustó vivir juntos. Siempre hemos sido un clan», remarca Pío Caro-Baroja.
«A los Baroja siempre nos gustó vivir juntos. Siempre hemos sido un clan». El cuaderno de la ausencia, de @piocarobaroja. @Catedra_Ed. #Reseña y #Entrevista con su autor por #ManuLópezMarañón. Share on XCon un despojamiento completo de la ficción El cuaderno de la ausencia participa, casi a partes iguales, del diario íntimo, del libro de viajes y del cuaderno de bitácora. La relación entre padre e hijo, aun detallada y ocupando muchas páginas (el final del libro con Pío Caro-Baroja asistiendo a su padre en la de antemano perdida batalla contra la agonía está contado con minuciosidad), queda a veces ensombrecida al preferir explayarse su autor con las apasionantes vidas del clan familiar. Eso sí, su viajero y aventurero padre es orgullosamente descrito como un carácter netamente barojiano:
El más ácrata, el más rebelde, el aventurero. Fuiste la voz y el espíritu de los héroes más románticos de tu tío, un personaje con vida propia más allá de los libros y de las estampas de guerrilleros en las paredes de Itzea.
El cuaderno de la ausencia. Pío Caro-Baroja
Este retrato va completándose con sus aficiones, unas aficiones —como la de documentalista — en las que pronto deja el amateurismo para ser profesional. Así, El País Vasco de Pío Baroja, documental de veinticuatro minutos de duración, es definido por el hijo del cineasta como «un concentrado de barojianismo y vasquismo muy tuyo, un viaje desde lo literario hasta el fondo de tu alma, donde están tus textos preferidos del tío Pío, tus paisajes y rincones, el mar de los vascos, el Baztan e Itzea, sobre todo Itzea; y la esencia musical con el acordeón de Pepito Yanzi llorando zorcicos melancólicos y la voz limpísima de un joven Mikel Laboa». También fue un buen escritor Pío Caro Baroja. De su pluma salen Memoria de Itzea, La barca de Caronte, y El gachupín, sobre sus periplos mejicanos.
Me preguntan por Itzea. Lo hacen como si se tratase de un ser vivo, como lo solemos hacer nosotros, ¿Qué tal está Itzea?, como si en lugar de ser cuatro muros de piedra se tratase de la abuela o de la jefa de la familia.
El cuaderno de la ausencia. Pío Caro-Baroja
Itzea. La casa familiar de los Baroja en Vera
El entrevisto propósito de Pío Caro-Baroja a la hora de reafirmar, no sin dificultades, su espacio en el mundo —más aún tras la desaparición del progenitor («Cuando me muera lo vas a pasar mal mucho tiempo», le predijo) — no persigue despachar, además, una liberación catártica al modo de esas obsesivas dependencias que algunos ilustraron, por ejemplo, en incisivas cartas como las que remitieron a su padre y a su madre unos dolidos, y algo exhibicionistas, Franz Kafka y Esther Tusquets. Muy al contrario, ni un solo ajuste de cuentas, ni una simple regañina, encontraremos en este libro que transmite una admiración sin fisuras hacia el padre, a quien Pío Caro-Baroja escribe desde la vida con impecable amor filial.
El cuaderno de la ausencia no esquiva amargas vivencias familiares (las penurias de posguerra en Itzea, los obligados exilios de Pío y Ricardo Baroja, las terribles condiciones sufridas por las mujeres de la casa como Carmen Nessi o Carmen Baroja), algo que su autor muestra sin inhibiciones ni empleo de tapujos, pero sí evitando con rigor esa efectista ostentación tan del gusto de algunas publicaciones y televisiones actuales. Pío Caro-Baroja ha buscado distanciarse del peligroso patetismo confesional, rechazar la gresca entre padres y/o hermanos, lo cual supone un verdadero alivio para quienes todavía no hallamos deleite en entretenernos con semejantes circos. El autor ha dejado a un lado el artificio, acertadamente pienso, para que mane directo y con emocionante vigor el discurso de un alma, la suya, sin duda compleja —tanto o más que la del padre —, pero enterada ya de cómo dar con una sincera paz es su objetivo principal.
La necesidad de revisar el pasado desde la memoria y recuperar sus lagunas y silencios, alumbrar zonas oscuras, restañar ocultaciones, especular y trazar diversas hipótesis o borrar dudas, la percibimos —y con abundancia — durante aquella estancia en el Méjico de los 50 del viajero padre (todavía en 2012, tres años antes de morir, fue a Buenos Aires), una estancia la mejicana bien extraña y difusa que Pío Caro-Baroja no es capaz de descifrar, confusión agrandada por los impenetrables silencios de su madre, Josefina Jaureguialzo (nacida en 1932 y aún viva). En intermitentes y trabajadas conversaciones con el padre, éste fue refiriéndole anécdotas, pero nunca acabó por desvelar el motivo íntimo y real de una partida que el hijo acaba definiendo como «desesperada, triste, inconsciente y precipitada».
Pero ni siquiera a cuenta de este emborronado asunto tenemos un amago de enfrentamiento con la personalidad del padre. El narrador opta entonces por recorrer para sus lectores episodios de su niñez, de auscultar hasta el pormenor viejas fotografías y retratos familiares (de esas que se guardan en cajas de galletas), de abrirnos el armario de Pío Caro Baroja para que lo imaginemos con su ropa recién puesta, calzando sus sempiternas alpargatas de cáñamo y en su elegante forma de calarse la boina («como el capitán Chimista»), o incluso hacer un censo de sus películas, tanto de las que él realizó como de las de los demás (le gustaban Rebecca o Milagro en Milán) para acabar levantando acta de los innumerables objetos-fetiche de su padre (sombreros; gorras; pipas; la radio Zenith; la colección de dvds donde sobresalen Verdi, Beethoven y Mozart; la poesía completa de Verlaine; Las memorias de un hombre de acción en la editorial familiar Caro Raggio; sus propios libros, y, al lado, la apabullante obra de su hermano, Julio Caro Baroja).
Con estas variopintas enumeraciones parece que Pío Caro-Baroja embellece su propósito de acortar la lejanía con el padre fallecido —una lejanía que, por desgracia, cada día se estira un poco más —. Otro deseo suyo, de no menor intensidad pese a su carácter literario, es querer anular la distancia entre el tiempo presente (la escritura) y el tiempo de los hechos narrados (el pasado) para poder colocar así, en este cuaderno abarrotado de ausencias, el acento justo que todo fiel recuerdo reclama.
Y ahora, bajo la sombra del viejo magnolio de la huerta de Itzea, te pregunto: ¿cómo se sobrevive a esta torrentada de melancolía?, ¿cómo se logra salir adelante desde el hueco de tu ausencia?
El cuaderno de la ausencia. Pío Caro-Baroja
Analizando los planos de una relación que, aun atravesando momentos de incomunicación, no pierde nunca de vista a una figura paterna idílica (algo que asombrará a no pocos lectores educados —acaso de forma irremediable— en la pendencia continua) Pío Caro-Baroja traza la biografía paterna apoyándose en sus lugares de residencia (sobre todo Itzea, pero también el lugar por él elegido para morir: el Carambuco, un cortijo de Churriana, en Málaga. Allí «el cierre de la persiana de la vida cae despacio varios centímetros cada día» sobre ese viejo Quijote derrotado que ya ni se levanta de la cama, con ese gorro de dormir que le da aspecto de pintura de Vermeer).
Cada día te levantabas más tarde, el largo ritual de vestirse, el esfuerzo de calzar los zapatos, los tobillos cada vez más hinchados, comías cada vez menos, pasabas la mayor parte del tiempo dormitando en el sillón.
El cuaderno de la ausencia. Pío Caro-Baroja
No se deja de nombrar en estos itinerarios el madrileño piso de la calle Ruiz de Alarcón, adonde Pío Caro Baroja regresaba a dormir tras las prolongadas tertulias del hotel Wellington con sus viejos amigos, ni menos aún las estancias argentinas y mejicanas (en ellas hizo amistad con personalidades de la talla de León Felipe, Manuel Altolaguirre, Pedro Garfias o el «Indio» Fernández).
El retrato físico y espiritual de su padre es cerrado por Pío Caro-Baroja en su Cuaderno de la ausencia de forma sincera, humana, pero sin quererse escorar hacia esa comprensión sentimental y retórica que abunda en otros descartables títulos de este género, en el que tanto cuesta dar con el tono. Pío Caro-Baroja lo ha sabido encontrar con mucho talento y oficio. Esperemos que lo mantenga en próximas entregas de sus memorias.
Como si el tiempo de los seres humanos no existiera para Itzea y en su interior no hubiera espacio ni para la pérdida, como si la casa nos contuviera a todos nosotros entre piedras y vigas de madera, vacunándonos a perpetuidad contra el olvido y las agresiones del mundo de afuera.
El cuaderno de la ausencia. Pío Caro-Baroja
Entrevista con Pío Caro-Baroja
Resulta una seña de identidad en su familia cultivar el género de memorias. Empezando con su tío abuelo Pío (Desde la última vuelta del camino), su tío Julio (Los Baroja), y su mismo padre (Un abuelo fantástico. Vida y obra de Serafín Baroja o Memoria de Itzea), y siguiendo con las mujeres de la casa, que no resultan ajenas a esta infrecuente inclinación, como hemos descubierto en Carmen Baroja (hermana de Pío y Ricardo, y abuela suya) autora de Recuerdos de una mujer de la generación del 98 (texto inédito hasta 1998) o, más recientemente aún, en su propia hermana, la artista plástica Carmen Caro-Baroja, que viene de publicar Diario de una amazona en la Casa de Campo. Tal suma de títulos podría generar el lema «Ningún Baroja desmemoriado». Dígame, don Pío, ¿de qué manera ha intervenido el peso de la tradición a la hora de entregar a la imprenta este cuaderno suyo, tan íntimo y personal?
El peso de la tradición ha tenido hasta ahora un efecto paralizante. Siempre tuve pudor a mostrarme; por timidez y también por tener el listón muy alto. Hacerlo de manera equivocada hubiera sido de enorme quebranto para mi salud mental debido a mi carácter sentimental y nostálgico, y además algunas almas caritativas hubieran entrado a degüello. Me lancé a escribir este libro a modo de gimnasia individual para ir subsistiendo junto a mi padre, de manera virtual, en ese «hueco de la ausencia» del que hablo en el libro. Más tarde me di cuenta que el libro era un cajón en el cual se podían guardar elementos de distinta naturaleza para distintos tipos de lectores, no sólo los barojianos. Es un libro de duelo también, que puede acompañar a la gente en momentos de pérdida, y ayudar a reflexionar y recordar. Me animé a publicarlo cuando reparé en estos últimos aspectos y vi que podía tener un público más amplio. Volviendo a su pregunta, la tradición antes soplaba con el viento en contra, pero ahora lo tenemos de popa.
¿Qué diferencias sustanciales podemos encontrar entre su libro de memorias y las otras obras de este género escritas por sus mayores?
Indudablemente la obra maestra del género en el ámbito familiar es Los Baroja, de mi tío Julio. La más «redonda», como dicen los entendidos de la cosa. Lo es por su estructura narrativa y por la conjunción de tres elementos: la memoria personal, la familiar (presente y pasado) y la memoria colectiva de una parte de la sociedad española en determinados momentos de la historia de España. Una minúscula parte de la sociedad, ilustrada y al margen del pimpampum general, pero que también existía y sufría. Mi libro, salvando todas las distancias, es una memoria emocional o sensorial. Es un libro de ruidos, texturas y olores, donde los objetos tienen un peso especial como restos del paso por la vida de las personas. Es un libro más «napolitano» que germánico en ese sentido, es un libro pasional y de sensaciones.
«El cuaderno de la ausencia es un libro de ruidos, texturas y olores, donde los objetos tienen un peso especial como restos del paso por la vida de las personas. Es un libro pasional y de sensaciones». @piocarobaroja. @Catedra_Ed. Share on XExplicaba Marcel Proust cómo la memoria voluntaria suele carecer de valor como instrumento de evocación, cómo casi siempre proporciona una imagen tan alejada de la realidad similar a la que puedan ofrecer la imaginación o la percepción directa. Sin embargo, para quien mejor ha sabido interpretar el paso del tiempo en una narración, «la memoria involuntaria es explosiva» y genera «la inmediata, deliciosa y total deflagración del recuerdo». ¿Estaría de acuerdo con la diferenciación proustiana de la memoria?
Puede que tenga algo de razón. Cuando hablamos de sentimientos de esta naturaleza los abordajes son tan variados como personas hay en el mundo. Yo tengo mi aproximación, emocional y sensual, como he dicho, y con ella me basta.
¿Qué tipo de memoria ha podido predominar durante la preparación de su libro y, luego, en la tarea de escribirlo?
El libro se escribió en caliente, sin mucha planificación a la hora de enfrentarme a asuntos técnicos, como su estructura, etc. Es un libro que necesariamente tendría una extensión limitada antes de que se le agotara la música. No me he fijado en ningún otro modelo. He tratado de hacer una combinación de evocación y de sentimiento. Hay historias, hay recuerdos, pero sobre todo hay mucho «sentimiento» ante la idea de la pérdida, ante la idea de seguir viviendo refugiado en un mundo que ya no existe más. Pero insisto, no me he dejado llevar por ningún modelo. Creo que eso se nota.
¿Considera que los adelantos técnicos actuales respecto a los que podía haber a comienzos del siglo XX, que es cuando Proust paría En busca del tiempo perdido, suponen un avance decisivo en la labor del memorialista?
El mundo de las nuevas tecnologías y de las redes sociales me resulta inquietante. Yo creo que en mi caso particular no me beneficia en nada. Existe una hipertrofia de publicaciones y un nivel muy bajo. Un buen trabajo minoritario puede pasar fácilmente desapercibido sepultado por toneladas de morralla envueltas en papel. La labor de hacerse hueco en las redes sociales, aunque solo sea para no dejarse sepultar por lo mediocre, me resulta agotadora y una pérdida de tiempo. Creo que antes era mejor para el mundo del libro, del libro serio por supuesto, cuando no existían estas distorsiones. Había una editorial seria, con prestigio que seleccionaba y publicitaba al autor, un lector con conocimientos de literatura, y una librería donde no prevalecía el criterio de la rotación sino el de la calidad, el libro si era bueno tenía su vida. Es muy difícil abrirse camino en estos momentos. Por otra parte, los ataques de las plataformas a la privacidad me resultan intolerables. «su privacidad es lo importante», dicen; mentira: mi privacidad les importa un carajo. Me resisto a creer que para «estar» y «existir» haya que estar metido en ese mundo descontrolado y para el cual, me temo, no estamos preparados. El ser humano no está preparado para esa inmediatez y esa rapidez en la interactuación. Parece todo locoide.
Sorprende en estos tiempos de destrozo y derribo generalizados que en un libro dedicado a un padre no exista hacia él no solo ataques frontales o descalificaciones; cómo, por no haber, no haya siquiera una desavenencia o el registro de un reproche por liviano que sea. Leyendo El cuaderno de la ausencia queda claro que usted no se ha planteado algo tan freudiano como «matar al padre», cuando lo que hoy resulta frecuente es que el hijo arremeta contra la figura paterna, acusándola de sus inmadureces y frustraciones. En otra familia muy literaria de este país, la de los Panero, los tres hijos disparaban al alimón toda su artillería dialéctica contra el poeta Leopoldo Panero, sirviéndose, en este caso, de sus apariciones en la película El desencanto (Jaime Chávarri, 1975), que marcó época en el cine español. Quizá fuera el mayor, Leopoldo María Panero, quien con más acidez y despecho acribillaba a su padre, aunque sus hermanos, Juan Luis y Michi Panero, tampoco se quedaban cortos a la hora de linchar al bardo oficial del régimen franquista. La imprecisa postura de la madre, Felicidad Blanc, oscilando entre un desconocimiento culposo (ese «no querer ver» tan propio de la mujer burguesa de la época) y sus ominosos silencios, no ayudaba a delimitar el punto de encuentro para un reparto de culpas intergeneracional. Y uno termina El desencanto con la no muy agradable sensación de haber asistido a un crimen cometido por cuatro individuos a los que si no se puede calificar de asesinos es solo porque su «víctima» está ya muerta. Nada más alejado de mi propósito que establecer paralelismos entre los Baroja y los Panero, dos familias cuya única coincidencia estaría en su pasión por los libros. Pero dígame, ¿considera legítimo usar medios artísticos como la literatura o el cine para diseccionar sin concesiones a un familiar, en el caso de los Panero a su propio padre?
Le agradezco que no establezca paralelismos. Alguien lo hizo y le tuve que contestar que la diferencia es, a todas luces abismal. Me lo tomé casi como un insulto. Serafín, Ricardo, Pío, Carmen, Julio Caro, mi padre, sus obras comparadas con… por favor, déjenme de majaderías. Con respecto a su pregunta más concreta, no entra dentro de mi educación diseccionar a nadie, y menos a un familiar. Lo más agrio que hay en mi libro son las defensas ante unos ataques extraliterarios y desmedidos, y lo hago con toda la corrección posible. Me parece de una cutrez supina y de una falta de sentido absoluta arremeter en público contra los padres o los familiares. Sólo se puede hacer o muy trastornado o con mucho vino, o con las dos cosas. La película de la que me habla para mí no tiene el más mínimo interés. Allá cada cual.
¿Qué sensaciones percibe cuando lee (me viene ahora a la mente Coto vedado, primer volumen de las memorias de Juan Goytisolo) o encuentra documentos en los que los autores se despachan a gusto vertiendo su inquina contra sus seres más cercanos?
Me remito a la respuesta anterior: allá cada cual. Sin ánimo de resultar elitista, repito que no es ni mi educación ni mi estilo.
¿Le ha faltado impudor para referir en su libro aspectos no tan positivos de su padre y toda su familia?
En la vida de todas las personas hay claroscuros. Los oscuros a los que me pueda referir en el libro no son «aspectos turbios», son lugares «oscuros» a mi entender, lugares que se quedan ahí en el limbo, a la espera de respuestas que ya no se producirán jamás. Mi padre fue un ser excepcional y de una bonhomía fuera de toda duda.
Hay tradiciones barojianas que usted parece empeñado en que tengan continuidad. Una sería ese pesimismo existencial a lo Schopenhauer («el último Baroja optimista fue el bisabuelo Serafín») que puede desembocar en dolorosas melancolías cuando no en profundos pozos depresivos, de los cuales, nos cuenta, suele ser salvado in extremis por compañías muy queridas. Existe otra de la que quiero ocuparme; es la pertinaz soltería que acompaña a los varones de la familia Baroja. Sus tíos abuelos Darío, Ricardo y Pío, su tío Julio, y, ahora, también su propia hermana Carmen, optaron por este complicado pero a la larga gratificante estado civil, siempre poco entendido —o secretamente envidiado— por quienes prefirieron el matrimonio. Gracias a su padre, Pío Caro Baroja, que se casa con Josefina Jaureguialzo Zubeldia, el árbol genealógico de la familia se alarga con dos nuevas ramas. Pero soltera su hermana y soltero también usted (están en la quinta década de la edad) estamos ante lo que parece ser otro de esos admirables finales de saga, entre operísticos y zarzueleros, dependiendo del entorno en el que se produzcan. Don Pío, sé qué lo incomodo pero comprenda que no pueda dejar pasar la oportunidad de preguntar: ¿no siente algún tipo de congoja, de inseguridad, ante el futuro de Itzea, una casa edificada por su bisabuelo Serafín y por la que han pasado y vivido cuatro generaciones de barojas?
Itzea es una propiedad privada y su presente y futuro es algo que atañe a sus propietarios; propietarios en un país en el que se reconoce la propiedad privada y que dicho sea de paso, no contemplan con ella un uso distinto al actual. Cualquier insinuación o sugerencia con respecto a Itzea u otro patrimonio privativo mío o de mi familia siempre recibirá la contestación anterior. Yo no me meto en asuntos patrimoniales ajenos.
Usted mismo reconoce asustarse ante un futuro «sin ilusiones, encerrado en Itzea y rodeado de retratos»… Con su posición, sus libros y ahora la escritura, en una edad en la que nada está decidido… ¿No proyecta hacer algo para torear ese solitario porvenir?
Me encuentro en el mejor momento creativo de mi vida. He aprendido mucho con la escritura de El cuaderno de la ausencia y ya estoy en el siguiente proyecto literario. Lo escribiré con más facilidad. Por otra parte, he mejorado notoriamente mi habilidad fotográfica y tengo varios proyectos en marcha. Mi fotografía en blanco y negro es un complemento visual fundamental para mi literatura. Además está teniendo gran aceptación; no me lo esperaba. Lo último que expuse fue una serie sobre «el rastro de la ausencia» en los paisajes en la Bienal de Valencia, en el Museo de la Ciudad. Proyectos no me faltan, me falta el tiempo. Espero exponer pronto en el País Vasco. En lo vital he tomado la resolución de instalarme a vivir en Vera de Bidasoa. Aún me siento joven y no hay nada descartado ni en lo profesional ni en lo privado.
Pío Caro-Baroja: «Me encuentro en el mejor momento creativo de mi vida. He aprendido mucho con la escritura de El cuaderno de la ausencia y ya estoy en el siguiente proyecto literario». #Reseña #Entrevista por #ManuLópezMarañón. Share on XAl hilo de este asunto, y por lo leído en El cuaderno de la ausencia, se ve que no espera mucho de las instituciones a la hora de preservar el legado Baroja. Primero vienen, como sustancioso caldo de cultivo, las referencias a esos críticos navarros que, proviniendo de «familias ultraconservadoras de misa y comunión diaria», persisten en achacar a Pío Baroja su españolismo por no coincidir con la idea actual de Nabarralde. Llamarlo reaccionario, contrario al sufragio universal, carlista, germanófilo y hasta hitleriano antisemita suele ser lo habitual en esos ataques orquestados desde una editorial pamplonica. Cómo celebró la Diputación de Guipúzcoa el LX Aniversario de la muerte de su tío abuelo con un deslavado programa protagonizado por actores aficionados y con el reparto de 200.000 bolsas de pan «barojianas» recordando su pasado panadero (ya puestos podrían haber regalado apósitos y jeringas, don Pío fue médico, o, aún mejor, plumas estilográficas) lo encuentra muy desafortunado. En una entrevista que le hicieron repaso unas declaraciones en las que recuerda que tanto Pío Baroja como su tío Julio Caro «amaron profundamente sus raíces vascas y su cultura, pero no desde el localismo, sino con amplitud de miras y respeto también hacia el conjunto de la cultura española. Y este modelo no cuadra con los planteamientos políticos de quienes mandan ahora en San Sebastián». Malos tiempos estos para los vascos txapelaundis. Se comprende que el debate sobre el futuro de Itzea le parezca «una cantinela vieja y conocida que irrumpe recurrentemente cada vez que surge alguna oportunidad política o una nueva muerte en la familia». A no ser que los resultados electorales permitan un importante giro, y tiene toda la pinta de que no será así, la percepción de la familia Baroja en el País Vasco va a seguir estando mediatizada por esa visión tan sesgada y perjudicial para ella. ¿Qué cabe augurar hoy para Itzea?
Insisto. Itzea es un asunto privado. Es un asunto que no atañe a nadie más que sus propietarios. Con respecto a la repercusión o aceptación de la obra de Baroja o de los Baroja en el país, le diré, que a lo largo del tiempo siempre fue mal recibida de manera institucional o colectiva; no así entre los libres de espíritu y los liberales no dogmáticos. La independencia molesta a los políticos; en la política local y en la nacional. Yo me siento profundamente vasco y quiero mucho a mi país que es España; la quiero con serenidad y sin apasionamientos. Creo que es un país de gran variedad y riqueza. No soy un fanático de nada, pero me siento muy afortunado de vivir en España y de disfrutarla. Y amo a mi tierra vasca.
Quiero terminar abordando cuestiones estrictamente literarias. En El cuaderno de la ausencia dice que los versos del poeta sevillano Fernando Villalón le resultan más interesantes que los novelotes que encuentra en los escaparates de cualquier Casa del Libro o esos best-sellers de aeropuerto, «con unos personajes ramplones y vulgares que no deben interesar más que a otros seres igualmente ramplones y vulgares». No parece satisfecho ante la novela que actualmente se hace en España, pero ¿qué novelistas nacionales o extranjeros serían más de su agrado?
Vamos a ver. Sería inapropiado por mi parte ejercer de crítico literario. A lo que me refiero en los pasajes a los que usted alude es a la censura existente en la creación literaria actual. Muchas de las obras que circulan son en su mayoría muy ñoñas, a pesar de que algunas tengan un estilo muy soez que se alterna, paradójicamente, con esa prosita remilgona de taller que casi siempre suena igual, libros presuntamente trasgresores que en el fondo no lo son, libros oportunistas que traten las preocupaciones de moda o los discursos más efectistas. Hay mucha novelita «buenista» de comunión con el relato y la música de fondo que se tiene que llevar ahora. No veo mucho espíritu crítico, tampoco valentía. Si yo dijera que no puedo con los novelotes de Almudena Grandes, por poner un ejemplo, la mayoría de los periodistas culturales me darían la espalda. Muchos prefieren dedicar su tiempo al intercambio de cromos o a ir de gira y dietas por los Institutos Cervantes. Yo no. Siempre diré lo que pienso; no lo entiendo de otra manera. Eso sí con corrección. De los extranjeros vivos sigo a Modiano, Auster, Carrère… Leo a autores italianos minoritarios también. En literatura hispánica sigo más a los clásicos. Estoy leyendo la obra de Baroja con minuciosidad y también estoy repasando a algunos de sus contemporáneos. Me gustan las primeras obras de Aramburu, me gusta Landero, Puértolas, Mendoza… y algunos libros sueltos de los últimos años.
¿Qué género literario podemos encontrar con mayor abundancia en su biblioteca personal?
Mi biblioteca es variada y está ya confundida con la familiar, naturalmente. Mucho libro sobre Nápoles y el sur de Italia, esa sería su originalidad, si es que la tiene.
Fueron célebres los furiosos y ruidosos ataques de ira de su tío Julio Caro cuando aparecían por televisión escritores con la egolatría de Francisco Umbral. Pero la verdad es que, viendo lo que llega a salir hoy por la caja tonta, el bueno de Umbral (quien, cuando quería, era un gran escritor) hasta hubiera arrancado una sonrisa a su enojado tío… ¿Cree que ha tocado ya fondo la televisión en su incultura y grosería, o piensa que todavía pueda ir a más? Aquella época dorada de Televisión Española, en blanco y negro, con largas entrevistas a escritores, excelentes películas y hasta teatro, ¿es ya irrecuperable?
Hay que aceptar que el progreso ha corregido muchas injusticias sociales; entre ellas ha favorecido el acceso mayoritario a una educación básica; el analfabetismo ha desaparecido (la ignorancia no tanto). No podemos quejarnos; en términos generales, España ha evolucionado. Debemos estar orgullosos por ello. Si no admitimos que la realidad social de este país ha cambiado nos vamos a quedar en una situación grotesca, berlanguiana, y no entenderemos hacia donde van las cosas. Lo que hay que tratar es que la cultura con mayúsculas no sea sepultada por un aluvión de morralla. Una «cultura» sale adelante gracias a los picos de excelencia de algunos de sus individuos; jamás por la medianía.
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