Para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada.

Edmund Burke

 

¿Pero qué pasa cuando el mal adopta la apariencia de una venerable anciana?

¿Debemos protegernos del mal a toda costa?

¿Sí?

 

El mal como vocación es un relato breve de @PablHdez, que aparca a su detective Folgado por unos instantes para aterrorizarnos con esta violencia septuagenaria. Share on X

 

Señor, líbrame de todo mal. Incluso de aquel cuya sonrisa reposa sobre una mesita de noche…

 

El mal como vocación

Para los ancianos de la residencia, la señora Blanca constituía una amenaza seria a las buenas costumbres del lugar. Tenía casi setenta años, pero por su manera de vestir parecía tener muchos menos. Por las noches, mientras los demás dormían, dejaba encendida la televisión mientras ella descansaba con tapones. Nunca se mostraba en público sin maquillar, y al despertar sonreía a todo el mundo y mostraba su perfecta dentadura a las ancianas que carecían de ella. Éstas solían opinar con discreción que Blanca era descarada y vulgar, pero lo cierto es que la anciana se desenvolvía en la etiqueta como un pez en el agua.

—Es usted un caballero encantador —decía con locuacidad entregando su mano a otros ancianos en el jardín.

Cuando hablaba, le gustaba hacerlo de sí misma. Explicaba que había estado casada tres veces, la primera por amor, las otras por dinero. Presumía de haber llevado una vida llena de lujos y comodidades, y decía con entusiasmo que tenía tres hijos muy apuestos y adinerados, aunque lo cierto es que jamás la visitaba nadie.

En el centro solo los hombres la escuchaban con atención. Alababan en privado la agudeza de sus conversaciones, pero sobre todo su generoso escote. Por esto, y por otros muchos detalles, ellas la aborrecían. Y Blanca, por supuesto, se sentía plenamente complacida, pues fuera para bien o para mal, su nombre estaba siempre en boca de todos.

Con la llegada del buen tiempo las actividades en el jardín se triplicaban. Blanca no participaba, y cuando veía a los demás haciendo calceta, pintando o ensuciándose las manos de arcilla o harina, pensaba que eran unos completos imbéciles.

—No me importa lo que piensen de mí esas viejas lloronas —dijo un día a una de las empleadas que atendía las habitaciones.

—Blanca esconde nuestras revistas —protestó una octogenaria en una de las clases de gimnasia.

No había duda, el principal entretenimiento en la vida de Blanca consistía en hacer desgraciados a los demás.

Un día contó una mentira a una anciana enferma del corazón, con relación a una supuesta infidelidad de su esposo, también residente, y a punto estuvo de sufrir un infarto. Algunas la acusaron abiertamente, pero Blanca se las apañó muy bien eludiendo toda responsabilidad.

—No es culpa mía si su marido es un mujeriego —decía en voz alta a la hora del desayuno—. Además, ella tampoco es ninguna santa, así que haría bien en cerrar la boca de vez en cuando.

Blanca disfrutaba con estas cosas. En cambio, Oliveira, director del centro, observaba preocupado la marcha de los acontecimientos. Una semana atrás se había personado en su despacho una comitiva para quejarse del comportamiento de la anciana. Oliveira prometió interesarse por el asunto, pero en realidad poco podía hacer. Blanca pagaba religiosamente sus cuotas. Además, ¿qué medidas legales podía adoptar contra una septuagenaria diabética y con hipertensión arterial?

—En el fondo los mayores son como los niños —le dijo un día su mujer quitando hierro al asunto.

Sí, las disconformes exageraban la realidad de los hechos, no cabía otra explicación.

O al menos eso quería pensar.

Al terminar el verano una señora de casi noventa años recibió una carta de su hijo menor. En ella le culpaba de todos los problemas que estaba sufriendo su matrimonio. En el último párrafo manifestaba su intención de aceptar una oferta laboral en el extranjero, añadiendo además que lo mejor para él era no volver a verla más. La señora, por supuesto, cogió un disgusto gordísimo que solo pudieron suavizar con mucha medicación. Una semana después otra anciana también recibió carta. En ella se anunciaba el fallecimiento de su hija, embarazada de siete meses, en un accidente de circulación. En un primer momento la anciana perdió el conocimiento y cayó el suelo, pero cuando unos minutos después recobró el sentido, supo que su hija se encontraba bien y que no tenía ni idea de quién podía haber enviado aquella carta sin sello ni remitente.

Blanca, como siempre, lo negó todo.

Una tarde Oliveira no pudo evitar escuchar una conversación entre dos ancianas en uno de los pasillos.

—Blanca es una mierda —comentaban—. ¿Hasta cuándo va a seguir puteándonos?

No era la primera vez que escuchaba semejante vocabulario en personas de edad avanzada, pero sí la primera que percibía verdadero odio en el tono. Sin duda la situación estaba lejos de poder calmarse.

Ese mismo fin de semana una anciana fue trasladada a un hospital tras sufrir quemaduras en la boca, al parecer tras confundir su tubo de pasta dental con otro similar de crema depilatoria. Una vez más, todas las miradas se posaron en Blanca.

—No pueden echarme a mí la culpa porque no salí en todo el día de mi habitación —le dijo a Oliveira al día siguiente, el cual le había preguntado por el asunto después de atender quejas durante toda la mañana.

Blanca tenía excusa para todo.

Así trascurrieron algunos meses más, durante los cuales siguió estando en boca de todos. En noviembre una anciana la acusó de pegarle un chicle en el moño. Por supuesto, tuvo que cortárselo. Un mes después otra se rompió la cadera al tropezar mientras bajaba unas escaleras. Casualmente Blanca se encontraba a su lado. En marzo, una pulsera de oro, cuya propietaria había denunciado su desaparición unos días antes, fue encontrada en la habitación de una recién llegada. Cuando ésta juró y perjuró que ella no había robado nada en su vida, nadie puso en duda que Blanca se encontraba detrás del asunto.

Como resultado de esto Oliveira trasladó su dormitorio a una de las habitaciones del primer piso. Quería tenerla vigilada, sorprenderla en mitad de un acto canallesco. Así que, cuando una noche de abril, pasada ya la media noche, se despertó alertado por unos ruidos, su mente se posó inmediatamente en Blanca.

El director salió de puntillas al pasillo con la intención de pillarla in fraganti, pero todo lo que vio fue a media docena de ancianas volviendo atropelladamente a sus habitaciones. Pero, ¿volviendo de adónde? Como era tarde y Blanca no parecía involucrada en el asunto, regresó a su habitación con la intención de pedir explicaciones a la mañana siguiente.

Sin embargo, antes del desayuno, la noticia era ya conocida por todos: Blanca había muerto.

La conclusión a la que llegó el médico de la residencia fue que murió asfixiada con la almohada. Se alertó a la Policía, y aunque ésta preguntó a todo el mundo si se habían producido ruidos o circunstancias anómalas durante la noche, nadie denunció nada. Solo Oliveira sospechaba la verdad, pero cuando fue interrogado se encogió de hombros y alegó haber dormido profundamente durante toda la noche.

Al fin y al cabo —reflexionó— el asunto se zanjaría en unos pocos días y el centro recuperaría la deseada normalidad después de mucho tiempo.

 

El mal como vocación

© Pablo Hernández 

Portada de David de la Torre

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