Arthur Miller (1915-2005), el gafapasta que estuvo cinco años casado con Marilyn Monroe (eran otros tiempos), escribió unas cuantas piezas fundamentales de la dramaturgia estadounidense del siglo XX. Miller subió al escenario al hombre común, en quien veía la versión moderna del héroe clásico. Mantuvo en todo momento un gran compromiso social y dotó a sus personajes de una fuerte caracterización psicológica, lo que lo convirtió en un autor apropiado para los actores y directores del método.
Debutó en Broadway en 1947 con Todos mis hijos, que dirigió Elia Kazan, con la que ambos ganarían un Tony, al igual que con Muerte de un viajante (1949). Con ambas obras puso al descubierto la falsedad del sueño americano, lo que le valdría la acusación de autor filocomunista. Con Las brujas de Salem (The crucible, 1953) describió el ambiente de caza de brujas desatado por el macartismo (él mismo fue delatado por Kazan y tuvo que comparecer ante el Comité de actividades antiamericanas).
Miller ha sido comparado con Henrik Ibsen, por cuyo teatro tuvo una gran admiración (de él adaptó en 1950 Un enemigo del pueblo). Pero su verdadero tema es el hombre común estadounidense, en quien indaga la tensión entre la voluntad, el determinismo y la autodestrucción. Los personajes memorables de Miller son aquellos que se lamentan por no haberse hecho antes con las riendas de su destino.
En El precio (1968), Miller explora el peso en el presente de las decisiones del pasado, el sentimiento de culpa del superviviente, la construcción de la víctima, la responsabilidad y la memoria. Los hermanos Franz se reencuentran, tras dieciséis años sin hablarse, a propósito de la venta de los muebles familiares. Víctor, sargento de policía, tuvo que sacrificar sus estudios para cuidar de su padre y para que su hermano Walter, que lograría convertirse en un exitoso cirujano, pudiera acabar sus estudios.
Toda la acción sucedió hace años, de manera que la trama de El precio es puramente psicológica. Todo es palabra, diálogo, verbum. Y, sin embargo, El precio consigue clavar al espectador en su butaca sin saber si tomar partido por el irresoluto Víctor o por el aprovechado Walter. Hay varias cuestiones desasosegantes en El precio, y todas ellas tienen que ver con las convicciones morales del espectador.
A estas alturas, se figurarán que lo de menos es la tasación de los muebles. Lo que se dirime en realidad es el precio de las personas. Miller dibuja una sociedad competitiva, feroz, herida por la Gran Depresión. Una sociedad en la que el único valor es el dinero. El padre, banquero, lo perdió todo. No se suicidó físicamente, pero sí tuvo una suerte de suicidio social. Tras el crash, trabajó como acomodador y como repartidor. Pero hay un momento en que le avergüenza salir a la calle. Es entonces cuando el suicidio adquiere su dimensión social. La autoestima ha desaparecido y la persona puede considerarse muerta, inexistente. Todo da igual, salvo la huella que se deja en los demás. El padre es una presencia constante, pero es parte del pasado. Ahora es solo una butaca sobre el escenario y el cruce de reproches entre los dos hermanos.
Víctor, el que podría haber sido algo más, reprocha a Walter su falta de compromiso con la familia, su fortuna realizada sobre el sacrificio de los demás. Walter querrá en algún momento ayudar a su hermano, pero cree que no le debe nada. La mujer de Víctor, Esther, censura a su esposo que nunca se haya interesado por el dinero, que dejara pasar todas las oportunidades, que se deje manipular por su hermano.
En el polo opuesto se encuentra Solomon, el tasador, nacido en Rusia en 1877. Arruinado y renacido en varias ocasiones, no sabe si al día siguiente, cuando vaya a recoger los muebles, continuará vivo. Pero es capaz de hacer oro de unos trastos viejos. Introdujo la ética en la sociedad de tasadores neoyorquina y se casó por cuarta vez a los sesenta y cinco. El contrapunto de Solomon deja en evidencia la pusilanimidad de Víctor, la codicia de Walter y la ambición de Esther.
No obstante, la confrontación entre los hermanos sacudirá las convicciones de ambos. Como Willy Loman (el protagonista de Muerte de un viajante), Víctor Franz repara al alcanzar la madurez en que ha traicionado todas sus ilusiones, que no se ha hecho cargo de su propio destino. Pero tampoco Walter Franz está satisfecho. Como Quentin (el protagonista de Tras la caída), a pesar del éxito económico, Walter quiere renovar su personalidad, ayudar a quienes se quedaron atrás. Por eso el gran tema de El precio es la capacidad de cada uno para gobernar su propio destino.
Tristán Ulloa da vida a Víctor, el indeciso. Ulloa confiere al personaje una credibilidad de hombros caídos y mirada baja. Encarna con grandeza al hombre que guarda rencillas sin querer cobrárselas, pero que, al mismo tiempo, es incapaz de afrontar su propia responsabilidad en su insatisfacción actual.
Elizabeth Gelabert aparece en escena con una curda apenas perceptible que se disipa en unos instantes. Su personaje es verosímil en un mundo lejano en el que parece que la mujer liberada está a la espera de que la saquen al cine. La sensualidad es parte de su personaje, que parece debatirse entre la fidelidad a su marido fracasado y la atracción por el éxito de su cuñado.
Eduardo Blanco se transforma realmente en el viejo Solomon. La creación del personaje está entre lo más notable de la obra. Encorvado, tembloroso y frágil, sorprende que pueda incorporarse en los saludos del final de la función. Blanco crea verdaderamente a Solomon. Roba el personaje a Miller.
Gonzalo de Castro borda el personaje de Walter. Su aparición en escena inunda el ambiente de un perfume caro. Su envaramiento suscita una mezcla de atracción y repulsión. Su impaciencia, transmitida en pequeños gestos, resulta irritante. Su traje impecable parece irreconciliable con el polvo acumulado por los muebles guardados. Domina la escena. Si antes Víctor pareció imponerse a Solomon, ahora Walter se impone a todos.
El conjunto es una sinfonía de altísimo nivel interpretativo. El montaje de Sílvia Munt es respetuoso con el tiempo y la intención originales. La intensidad psicológica —una de las notas características de los montajes del Kamikaze— se vuelve física cuando las pasiones se tornan gritos. La escenografía es casi la imprescindible. Fiel, nuevamente, a la filosofía del Pavón Teatro Kamikaze, basta un buen texto y unas buenas interpretaciones para hacer buen teatro. La tonalidad, las fotografías proyectadas sobre el escenario y la música de jazz evocan el cine negro.
No es fácil lograr ese equilibrio. Miller escribió El precio hace cincuenta años. No basta decir el texto y esperar que funcione. Ya pasó la época en que se vio a Miller como un autor anticuado y sermoneador. Hoy en día, la puesta en escena de Miller corre el peligro de conjurar un genio esquivo. La introspección psicológica no se compadece con la era de Tinder. Hemos ganado velocidad y perdido consistencia.
En El precio, los muebles que quieren vender los hermanos Franz son ya demasiado grandes para las casas modernas. En solo unas décadas, han dejado de ser aprovechables. Cada minuto que pasa, pierden valor. La obsolescencia de Miller no está en sus temas, pero sí en cierto determinismo psicológico que obliga a sus personajes a arrastrar casi treinta años después los traumas de su juventud. Esa intensidad psicológica está reñida con la velocidad actual. Por eso hay que empezar a ver a Miller como uno de los máximos representantes de su tiempo. Un clásico a la vuelta de la esquina.
El precio, de Arthur Miller. Hasta el 6 de enero en @teatrokamikaze. Luego en gira. EXTRAORDINARIA. Dirige #SílviaMunt Con #GonzaloDeCastro @TrisUlloa @eligelabert y @EduBlanco_ Reseña @avazqvaz Share on XEl precio
Autor: Arthur Miller
Directora: Sílvia Munt
Traductora: Cristina Genebat
Intérpretes: Tristán Ulloa, Gonzalo de Castro, Eduardo Blanco, Elisabet Gelabert
Escenografía: Enric Planas
Iluminación: Kiko Planas (AAI)
Sonido: Jordi Bonet
Vestuario: Antonio Belart
Audiovisuales: Raquel Cors y Daniel Lacasa
Fotografía: Javier Naval
Ayudante de dirección: Gerard Iravedra
Ayudante de vestuario: Cristina Crespillo
Confección de vestuario: Rafael Solís
Sombreros: Sombrerería Medrano
Construcción de escenografía: Taller d’Escenografia Castells y Taller d’Escenografia Jorba Miró
Peluquería y maquillaje: Iris Dueñas
Comunicación y marketing: Helena Ordóñez y Bitò
Prensa: Josi Cortés
Dirección técnica: Jordi Thomàs
Producción técnica en gira: Miseria y hambre
Dirección de producción: Josep Domènech
Adjunta dirección de producción: Clàudia Flores
Jefa de producción: Macarena García
Ayudante de producción: Beatrice Binotti
Agradecimientos: Café Manuela, El Pabellón del Espejo y Jesús Esperanza
Una producción de Bitò
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