La primera reseña poética que hice en mi vida correspondió a la del libro inaugural de Ana Martínez Mongay (Zaragoza, 1964), una licenciada en Filología Hispánica con residencia en Pamplona que tras ejercer la docencia trabaja actualmente como Inspectora para el Departamento de Educación del Gobierno de Navarra.
En De la levedad (Los libros del gato negro, 2016), y disculpen la engorrosa nota autorreferencial, señalaba cómo «cada poema resulta un fogonazo que ilumina no solo el fecundo instante de la lectura; al mismo tiempo los versos destellados quedan grabados en la mente de quien los disfruta por su intensidad emotiva y por su capacidad de transferir sentimientos». Pues bien, a los veintidós poemas que conforman la parte inicial de En apariencia el bosque, podemos considerarlos, primero, una anhelada continuación de De la levedad pero también –y al mismo tiempo– un necesario paso adelante en el quehacer de la autora al ser una experimentada superación de su poemario de debut. Para quien conozca ambos libros comprobar cómo aquellos insuperables fogonazos han evolucionado a las vibrantes fuentes de luz que desprenden estas nuevas composiciones lo hará, además de gozar, madurar como lector sensible.
Dice Manu López Marañón en esta #reseña que la #poesía de Ana Martínez Mongay es como la luz de un fogonazo que evoluciona a vibrantes fuentes de luz. Compruébalo leyendo En apariencia el bosque, su último #poemario. Share on XLos versos de la parte primera titulada «Camuflaje estival», sus palabras y su música, obran el prodigio de desvelarnos (alumbrarnos) otra realidad: la realidad poética que –solo a veces– comparten misteriosamente escritor y lector. Sobre ella han especulado muchos autores. Émile Michele Cioran dijo: «Sin la poesía la realidad se desprecia»; para Antonio Colinas: «La poesía es una grieta que nos permite ver otra realidad»; Luis García Montero asegura: «La poesía es un modo de ajustar cuentas con la realidad», y el premio Nobel de Literatura polaco Czeslaw Milosz sentenció: «De alguna manera la poesía es un intento por penetrar la densa realidad hasta encontrar un lugar donde las cosas más simples se ven tan nuevas como a través de la mirada de un niño».
¿Cómo se las arregla Ana Martínez Mongay para atrapar la realidad y recrearla, sin repetirla ni imitarla, a través de las palabras? El sentimiento amoroso, por ejemplo, le genera poemas como «Recital poético mudo» (donde sólo el nombre de su amado inspira a la poeta, dejándole fría todas las demás palabras), «Las más bellas palabras de amor» (donde se interroga sobre el origen del amor), «La otra orilla de la arboleda» (donde busca entender al amante), «Te echo de menos» (o el rotundo silencio del amante), y también «Llegados a este punto», que refleja la invisibilidad a la que acaban condenados quienes tanto se aproximaron en su día para quererse bien.
La otra orilla de la arboleda
Recuerdo tu palabra confusa / cuando me hablabas de la arboleda, / la otra orilla, línea difusa; / y yo, con una mirada intrusa, quería entenderte desde esta.
Pero la poesía de la autora maña encuentra asimismo la esencia de su realidad tanto en emplazamientos propicios para ello como en sitios sobre los que una mirada prosaica, no potentemente poética, sería incapaz de espigar algo valioso para la creación. Así, en «Mañana de agosto sin anestesia» asistimos a una especie de encuentro en la tercera fase del dolor proporcionado por los adminículos de un dentista; «Planeta próxima B» desvela la desorientación de la poeta ante la posibilidad de viajar a un planeta; «Lesbos, donde nació la poesía» es un largo lamento al ver en qué se ha convertido la cuna de la lírica; «A mis pasos en el bosque» nos regala las variopintas sensaciones que despiertan en la poeta las mil facetas de ese mítico bosque-prisma; «Buenos modales» son unos sarcásticos versos donde los bañistas de una playa enfurecen al dios Poseidón; «Del mar» descubre el paisaje negruzco del fondo marino, y, por último, «Onírico periplo recurrente» es un «todas las ciudades la ciudad»: el sueño en el que mezclando calles, plazas, monumentos y gente, Ana Martínez Mongay arma un delirante pero satisfactorio mapa urbano.
A veces tengo un sueño recurrente. / Voy por una ciudad desconocida / y recorro sus calles con extraños, / y visito sus plazas con estatuas / con pasado de honores mezclados / con aromas.
Variadas sensaciones que nacen del fecundo interior de la poeta completan esta inolvidable parte. Destacamos «Filosofía y poesía», donde se evidencia cómo la filosofía debe dar explicaciones que la poesía no necesita; «De una poeta que llora» o el iracundo arrebato que nace ante la falta de inspiración, y «Poematorio», composición muy divertida, que presenta a una autora fuera de sí cuando descubre una palabra mal reproducida (ya lo dijo Oscar Wilde: «Un poeta puede soportar cualquier cosa menos una errata»).
A raudales rompe todo / y su queja lastimera / colma de hastío pared, / teclado, mesas y sillas. // Y solo porque no hay / poemas para comer. En apariencia el bosque, #poemario de Ana Martínez Mongay. Share on XA raudales rompe todo / y su queja lastimera / colma de hastío pared, / teclado, mesas y sillas. // Y solo porque no hay / poemas para comer.
La segunda parte de En apariencia el bosque es el «Cuaderno de Tuxla». Conformado por dieciocho poemas es un conjunto que tiene bastante de cuaderno de viaje y mucho de íntimo diario.
Los poetas –desde siempre– han hecho de la alabanza del viaje su verdadero oficio, mucho más que la del puerto de salida o la del siempre hipotético destino final. En su minucioso recorrido por Tuxla Gutiérrez (capital del sureño estado mejicano de Chiapas) Ana hace buena la definición de Michel Hamburger: «La poesía constituye un tráfico perpetuo y en dos sentidos entre la experiencia y la imaginación». Así, en su poema «On the road» –que, para mí, da el tono a toda esta parte–, la poeta rompe deliberadamente con esa icónica carretera recta e infinita para preferir sus arcenes, arcenes con caminos, túmulos y hogueras. Esta misma idea tan cortazariana regresa en «Paradas y paraditas»: en cualquier viaje, se nos dice, las paraditas imprevistas, frente a esos sitios delimitados y tan sin magia donde paran los autobuses, resultan un inesperado y continuo aprendizaje de lo imprevisto.
Muchos otros temas trufan el contenido de esta parte. Así, los cuatro primeros poemas se ocupan de los depauperados niños de Chiapas. En «La niña del perrito» la poeta duda sobre quién está más famélico; en «El niño poeta» se expresa el temor de que un original talento para la poesía acabe prostituido en aras de una mal entendida profesionalidad; «El niño fotógrafo» nos descubre la sabia mirada de un chaval, y «La seriedad de la infancia» sobrecoge íntimamente por la solemnidad de ese niño que se sabe pobre. Aquí la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia.
En «Palenque» el vuelo de unas cometas revela escondidos sentimientos de soledad; en el canónico soneto «El agua que no cesa» la poeta celebra a Chaac (deidad maya asociada a la lluvia); «El mercadillo» describe el maremágnum propio de esos establecimientos con su olor a cuero, regateos y búsquedas de lo imposible; en «Poemas en la niebla» una emporrada poeta disfruta con un desfile de negras hormigas, negras como la tinta, con la que escribe, y «Artesanía» equipara la labor poética con el amase del barro.
La carretera no es una línea / ni una recta. / Se pierde en el paisaje / y no solo en el horizonte: / hacia arriba, hacia abajo, / penetra en la selva, / encierra la montaña.
Tras reseñar la segunda parte de este excepcional libro que es En apariencia el bosque, resulta imposible no citar al filósofo colombiano Estanislao Zulueta, quien tuvo el acierto de escribir que «sólo un poeta es capaz de juntar lo más lejano, que es una estrella, con lo más cercano, que es un sabor».
En apariencia el bosque
Ana Martínez Mongay
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Reseña de Manu López Marañón
Diseño de la portada de la reseña de David de la Torre
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