En precedentes artículos hemos señalado lo sublime en la arquitectura pretérita, en el cerote nocturno y en lo salvaje de un acantilado, pero ¿qué ocurre con aquello que brega nuestro magín sin necesidad de Madame de Lambert: la imagen feminista de lo sublime.un evidente estímulo extrínseco? Te pongo un ejemplo, querido lector: ¿Qué pasa con esos pensamientos que nos sobrevienen mientras conducimos hacia el trabajo, cuando esperamos en la cola del supermercado, o en nuestra espontánea guardia en la sala de espera de una consulta médica? Sí, sí, te hablo de esas cavilaciones que superan nuestra consciencia y que simulan germinadas indeliberadamente, como las setas del conocido juego arcade que tiene de protagonista a un fontanerito italiano; esos que surgen cual centella en media fracción de segundo y provocan una mutación en la comprensión de nuestra estructura primordial: de pronto te diste cuenta de que ese no era el trabajo que deseabas, que esa no era la pareja con la que querías pasar el resto de tus días, que ese no era el tipo de vida que querías llevar… ¿y qué ocurrió entonces? Súbitamente el muro de tu cotidianidad se resquebrajó y por sus grietas se filtró una abrupta luz que te obligó a apartar la mirada; cerraste los ojos, interpusiste la mano entre el fulgor y tu rostro, y poco a poco te fuiste acostumbrando a la ligereza de una nueva consideración, a una meditación que te brindó un extraordinario aquietamiento. Sin saberlo, ese pequeño apotegma nos libera a todos del peso de una acepción secular, brindándonos la posibilidad de vivir según nuestros propios designios a través de una primicia anhelada en secreto; para Madame de Lambert (protagonista del presente artículo) son precisamente estos pensamientos los que constituyen la forma más elevada de lo sublime.
Madame de Lambert: cómo salirse de la línea de normalidad
Anne-Thérèse Marguenat de Courcelles (París, 1647 – París, 1733) marquesa de Saint-Bris y Lambert fue una escritora y filósofa francesa que trató la idea de lo sublime desde una perspectiva notoriamente provocativa para la época, pues dejaba traslucir un rotundo respaldo a las virtudes del afecto y al movimiento feminista (representado en figuras como la de Mary Wollstonecraft). En su obra Reflexiones sobre el gusto entendía que todo aquello capaz de causar pasión en el alma del espectador provocaba la sublimidad, limitando no obstante esta definición a las aptitudes de los elementos que eran meramente sensibles como la lectura de un libro, la visualización de un cuadro o la contemplación de una puesta de sol. Manifestaba que «el gusto es el primer movimiento, una especie de instinto, que nos arrastra y conduce hacia la satisfacción con mayor seguridad que cualquier razonamiento» al igual que, como ya hemos visto, un pensamiento fugaz puede reorientar nuestra existencia con mayor preeminencia que la más concienzuda tesis.
A partir de lo sublime se experimentará la euforia del ánimo ante el misticismo de cualquier ente bello (sea éste de la naturaleza que sea), definiéndose como una energía del espíritu que estimula la posesión de ciertos objetos; estas piezas nos agitan inevitablemente porque corresponden a nuestro prototipo individual de beldad, incitando a la reflexión a través de su «grandeza» o causándonos un deseo de enaltecimiento. Pongamos un ejemplo para explicar este hecho: ¿nunca te has encontrado, deambulando por un mercadillo, con una mesita repujada o engastada en nácar cuya visión te trasladó automáticamente al imaginario de la magnificencia andalusí? Quizá con una lámpara de sal del Himalaya compartiste un pedacito de la tranquilidad y paz que disfrutan los monjes tibetanos, o puede que incluso una chaqueta de tweed haya conectado tu utópica visión de la gran Coco Channel con tu persona. Como consumidores inteligentes (si es que aún nos queda algo de esta designación en nuestro brote por el capitalismo), nos «enamoramos» de las cosas y adquirimos estos pequeños tesoros no sólo por su funcionalidad o por cubrir una práctica estética, sino porque alientan en nosotros la imagen de una revelación, de una conexión con otra parte del mundo, con otras personas y con otros pensamientos que no podemos alcanzar en nuestro hábito rutinario salvo que topemos con un interruptor capaz de encender nuestra entelequia aveniente.
A diferencia de lo aprendido con Addison, Burke y Shaftesbury, para Madame de Lambert lo sublime no ha de ser oscuro, no debe provocar pánico ni paralizar el alma; en su lugar conviniera que fuese leve y delicado, y tan fugaz como un rayo de sol que deseásemos atrapar acuciosamente sabiendo que no tendremos otra oportunidad para deleitarnos con él. El ejemplo del ocaso es perfecto para explicar esta cogitación: muy probablemente a lo largo de tu vida habrás contemplado cientos de anocheceres en lugares muy dispares (la montaña, el mar, la ciudad, quizá incluso en otros países) y aunque su metodología es siempre la misma, la impresión que deja en cada individuo es tan variable como las condiciones atmosféricas que lo rodean. Es evidente que nunca habrá dos atardeceres iguales, aún por equitativamente divino que resulte su recogimiento, pues su intensidad y significado para el espectador será dependiente de cientos de factores contingentes (la compañía, la temperatura, el estado anímico, el tiempo disponible, la motivación y concentración…); asimismo durante el acto de inmersión en un río nos encontraremos con una variación constante de las aguas debido a su flujo, que generará un cambio a menudo irrisorio ante nuestra visión contemporánea pero presente pese a todo. La consciencia de estos hechos, de estas mutaciones heteróclitas, será precisamente lo que nos permita el engrandecimiento de nuestro espíritu ya que al hacernos sabedores de nuestras ínfimas dimensiones podremos alcanzar una superior clarividencia del entorno. Simplificando: todo aquello que no podamos atrapar, que no podamos contener ni mantener bajo nuestro control, será sublime: la luz cenicienta de la luna, el destello de la vía láctea sobre nuestras cabezas, el crecimiento milimétrico de un árbol que supera nuestro discernimiento o la impresión que nos suscite un objeto bello, ya que todo ello impulsará en nosotros una serie de sentimientos.
De hecho para Madame de Lambert los sentimientos no se entrenan ni se enseñan, sino que surgen del alma como entes de sublimidad en estado puro; de tal suerte, la educación puede regalarnos depreciaciones sobre la actuación social que debemos llevar a cabo para ser admitidos en diversos núcleos interpersonales pero el sentimiento nunca puede fingirse ni adaptarse. Esto es precisamente lo que nos mueve a la disparidad entre nuestras amistades y nuestros compañeros de trabajo: por los primeros sentimos genuino aprecio mientras que por los segundos (por encantadores que estos puedan ser) gestionamos una estima afín a nuestra conveniencia; se trata de una trivialización que Lambert no aprueba, pues (a su entendimiento) supone una aminoración y relego del «ser», solapando la creencia de que la racionalización es la única forma de categorizar lo que es real de lo que es ficticio, lo que es bueno de lo que es malo. Evidentemente esto incurriría en una aporía dado que, aunque manifiesta el límite de nuestras capacidades intelectuales, no permite una multiplicidad abierta de los sentidos.
Siguiendo esta opinión, el eje mismo del movimiento del universo sería ni más ni menos que el amor (no el romántico sino el que provoca nuestra atención y curiosidad) una consideración que por desgracia se tachó de excesivamente ovidiana y que provocó la futilidad de su estudio por parte de los círculos académicos (constituidos mayoritariamente por una rama falocéntrica obcecada en las maravillas de la ilustración). Aún con todo, y siendo conscientes de que su obra quedó confinada a un segundo plano, resulta fascinante pensar que para Madame de Lambert toda nuestra partida vital se dirime en torno a la idea del amor y del gusto. Igual que el amor no puede fingirse, forzarse ni contenerse, el gusto no debe depender de reglas sino de la experiencia sensorial exegética desligada de cánones (represivos y asfixiantes) que impidieran el pensamiento abierto o provocasen la censura y exclusión social del interfecto. Para ejemplificar esta consecuencia sensitiva, Madame de Lambert nos dice que «un hombre deseará ardientemente a una mujer sin que ésta tenga una particular belleza popular, de igual modo que la hermosura de los hombres u otros animales (aunque cause amor) no excitará en nosotros ningún deseo global sino personal»; es por ello que tan sólo la inclinación subjetiva será capaz de encumbrarnos hacia la admiración de lo sublime, fructificando el gusto de la confluencia entre el afecto del corazón y la exactitud del entendimiento.
Para Madame de Lambert toda nuestra partida vital se dirime en torno a la idea del amor y del gusto. Sólo la inclinación subjetiva será capaz de encumbrarnos hacia la admiración de #losublime. Tamara Iglesias. #Filosofía #Arte. Share on XSolo habiendo florecido en tal forma, el gusto será capaz de transportarnos a lugares inimaginables guiado siempre por la mutabilidad de su efigie; y para asegurarnos de su concordancia, la francesa nos propone que hagamos memoria sobre nuestra vida amorosa. Pregúntate: ¿Todas tus parejas fueron igual de altas, gordas, flacas o bajas? ¿Tuvieron el mismo color de ojos o de cabello? ¿También la misma estética refinada, elegante, tosca, madura o juvenil? Igual que nos es imposible interponer en una misma caja a todos nuestros compañeros de viaje, será inverosímil comparar entre sí a nuestros diversos iconos de placer, que poco o nada tendrán en común. Esto se debe a la variación del gusto que nace de la combinación entre la pasión, la hermenéutica y la apertura de nuestra línea de normalidad (motivo por el que la sacralización de un único criterio selectivo no tiene sentido alguno). Igualmente, obras como El éxtasis de Santa Teresa de Bernini se configuran por medio del concepto de exaltación que genera sublimidad, dado que en cada momento de nuestra existencia particular puede suscitarnos impresiones muy diversas: en la adolescencia pudiera provocarnos una cierta donosura, en la madurez algo de fascinación y en la vejez incluso inapetencia.
El gusto es, en pocas palabras, ese je ne sais quoi que nos estimula, que produce molicie y que podemos compartir pero nunca imponer a nuestros semejantes, ya que la experiencia perceptiva (y lo recalco una vez más aún a riesgo de resultar cargante) es completamente individual y tan intransferible como las meditaciones en la cola del supermercado; curiosamente ambos comparten la turbación ante la incomprensión social y crean una inconsciente alarma ante cualquier connato de desaprobación. Nuestra implantada avidez mimética los mantiene en la sombra de una diligencia mecánica hasta que se derrumba el tabique del que hablábamos al principio, y aunque nos consideremos capaces de atraer a nuestra visión a una persona perspicaz-inteligente, tememos que no surta el mismo efecto en una emotiva-alterable que tal vez sentirá atacados sus sistemas de valores al personalizar aquello que se le confiesa; ante nosotros se presenta entonces la estigmatización, el repudio y la marca de la letra escarlata, así que decidimos permanecer en una inmutable elipsis. Por ventura en este vínculo de silencios nos faltó considerar el ciclópeo papel de la empatía, ¿no te parece, querido lector?
Justamente por esta dicotomía entre raciocinio y afecto que tanto nos persigue, Madame de Lambert estipula que el sexo femenino debe ser juez de la perfección, considerándolo como el único género capaz de asimilar los dos polos de un mismo objeto sin que el afecto perjudique al entendimiento ni viceversa y, sobretodo, sin acogerse a las tribulaciones de lo que la sociedad espera del individuo. Lambert desmantela la opinión de que las mujeres se dejan llevar más por el afecto que por la razón e invita a los hombres a des-anexionarse y de-construir el estereotipo que les impide disfrutar de su sensibilidad, deslegitimando la prosopopeya conservadora y planteando un aprendizaje íntimo que nos permita renunciar al designio globalizado, a la apoteosis prosaica y por supuesto a la consecuente insidia y reprobación de las huestes cuya complacencia no concuerda con la ajena. Tan sólo de este modo podría la sociedad, alienada cual mesnada de combate en sus rígidos parámetros, recuperar su voluntad y libertad.
Madame de Lambert y el #feminismo: la filósofa francesa estipula que el sexo femenino debe ser juez de la perfección y desmantela la opinión de que las mujeres se dejan llevar más por el afecto que por la razón. Tamara Iglesias. Share on XA fin de cuentas Anne-Thérèse Marguenat de Courcelles regaló a las mujeres y hombres del siglo XVIII una fascinante lección: gritó a los cuatro vientos que lo sublime partía de uno mismo, de cómo vemos el mundo, cómo nos relacionamos con él y cómo quisiéramos concatenar nuestro camino, otorgándonos una identidad imperecedera y un equilibrio magistral entre lo que sabemos y lo que sentimos. Y aunque esta noción pueda parecernos vanguardista y reconfortante en pleno siglo XXI, debo decir que por desgracia sus coetáneos (cegados por la luz de la razón) siguieron apostando por la conciencia trágica y lo sublime contemplativo de autores como Friedrich Schiller, quien causaba un escalofrío donde Madame de Lambert presentaba calidez.
Espero, querido lector, que parte de esta sublime ruptura con lo «socialmente adecuado» que he tratado de transmitirte hoy, te haga sentir acogido en esta humilde curva divergente y especialmente en la apacible luna que es MoonMagazine.
Madame de Lambert, la imagen feminista de lo sublime
Tamara Iglesias
Continuará
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