Es bien sabido que el agravio que el tiempo no borra, el perdón lo redime. Olvidamos porque es más sencillo que recordar, pero en el olvido se disipa también el perdón. Si estamos hechos de lo que ocultamos y de lo que recordamos a la fuerza, el sufrimiento compartido podría erigirse como un puente hacia la reconciliación. Asomarse al balcón de la memoria y explorar las profundidades de la condición humana es lo que hace Mariano Llorente en este diálogo íntimo y universal, donde el pasado, la culpa y el duelo se miran fijamente a los ojos.
Nuestros muertos es mucho más que un ejercicio dramático. Es la confluencia de dos almas, en el marco de los encuentros restaurativos, en la cárcel de Nanclares de la Oca. Allí, una mujer octogenaria se reúne con el etarra que mató a su hijo. Ascensión ya había perdido a su padre, un alcalde republicano, en una fosa común tras un tiro en la nuca en 1936. Así, entre el sosiego y una tensión desgarradora, este diálogo desentraña las heridas de un país marcado por el terror. ETA dejó más de ochocientos muertos y miles de familias fracturadas; el franquismo, más de cien mil desaparecidos y una dictadura de casi cuarenta años. En este duelo a dos voces, las pistolas falangistas y un coche bomba detonado en 1987 por ETA yacen como retenes que asolaron una nación.
Si bien el teatro no puede cambiar la historia, sí puede cambiar a las personas que lo ven. La función de Llorente constata la capacidad del teatro para alzarse como un espacio de transformación, donde lo imposible —un acercamiento entre víctimas y verdugos, entre las entretelas del perdón y la perpetuación del odio— se hace tangible. El escenario, como un espejo, nos devuelve preguntas que instan a arrimarse al pasado con otro tacto. La obra no se limita a señalar el horror. Mira más allá, hacia el talud que dejan las preguntas sin respuesta y los silencios henchidos de significado. En esa oquedad que descose las palabras, la culpa se enrama con la aflicción, y los entresijos del perdón afloran como una traición imperiosa. Pero el perdón, si llega, no anhela la absolución del perdonado, sino el abrazo de la estridencia de lo vivido. Nuestros muertos, de esta suerte, trasciende el contexto histórico para sondear un plano tan individual como ecuménico. Su esbozo del pasado cuestiona en el presente nuestra idoneidad para adherirnos al recuerdo y convivir con él. La memoria, aquí, no es mera evocación, sino un acto de democracia, un ejercicio político y ético que nos exhorta a arrostrar, a todas luces, nuestras propias sombras.
Mariano Llorente, galardonado con el Premio Nacional de Literatura Dramática 2015, propone un diálogo pendular donde no hay respuestas definitivas, pero sí un ruego a la escucha y la intelección libre de prejuicios. En él, damnificados y sayones comparten escenario, entretejiendo relatos en un gesto que espera, o no, la reconciliación y la aceptación de la historia como un complejo epitelio de claroscuros. El Teatro Corral de Comedias acogerá así del 28 de febrero al 1 de marzo el último espectáculo de una compañía que transita de nuevo por las asaduras del pasado y sus más lacerantes corolarios.
Nuestros muertos, de Mariano Llorente. 28 de febrero y 1 de marzo en Corral de Comedias, el último espectáculo de @micomiconteatro, que transita por las asaduras del pasado y sus más lacerantes corolarios. @IvanBaena10 Compartir en X
Sin Comentarios