Shiatsu. El arte del masaje terapéutico
Xavier San y sus manos sanadoras
Desconozco qué es el shiatsu y por esta razón nada diré al respecto en clave técnica (lo cual, dada mi ignorancia, sería absurdo) pero sí me gustaría hablaros acerca de mi experiencia en casa del maestro Xavier San, un buen amigo gerundense que me brindó el pasado domingo con una sesión gratuita de una hora de shiatsu. Llegué a su casa del barrio gerundense de Taialà con el cuello completamente agarrotado (aparqué el coche mirando de reojo hacia el retrovisor izquierdo). El olor a incienso podía notarse desde el rellano de la escalera. Sufrí una contractura dolorosa en el cuello horas antes del Juventus-Barcelona del pasado 6 de junio, aunque celebré los goles saltando de la silla como si mi cuerpo fuera un sólido bloque de hormigón y mis brazos alzados, un par de barrotes de hierro imposibles de elevar más. Soy propenso a las contracturas dolorosas y ese día un golpe de aire me sentenció. Mi amigo Xavier San hacía un tiempo que me guardaba una sesión gratuita de shiatsu que fui demorando por no encontrar quizá el momento oportuno para visitarle. Ahora ya sé por qué no lo visité con anterioridad, porque la contractura debía ser la razón primordial para hacerlo. Finalmente, el día después de ver a San Xavi levantando la orejuda copa de Europa, fui a casa del otro Xavi, el San, quien como siempre me recibió con un cálido y poderoso abrazo instándome a que, antes de estirarme sobre la camilla especial para la sesión, moviera el cuello hacia la derecha, hacia la izquierda, para arriba y para abajo. Parecía la cámara automática de una sucursal bancaria, pero hoy no hablaré de bancos. Lo contrario, os quiero hablar de vivir y pensar de otro modo dentro de un sistema repleto de ladrones que quizá en otra vida fueron mancos. A medida que me vaya explicando me iréis entendiendo o, al menos, eso espero. El caso es que apenas podía girar la cabeza más de 45 grados a ambos lados. Tampoco podía apenas subirla o bajarla. Luego me estiré quejumbroso sobre una camilla con un pequeño hoyo para poder encajar la cara (y también los pinchazos dolorosos que expresaba con varios rictus de dolor que escondía a los ojos del terapeuta). Sin embargo, primero me coloqué boca arriba dejando caer todo mi peso de un plumazo. Tenía las piernas rígidas y me encomendé a las manos de mi amigo, el sempiterno hombre sonriente de la cabeza pelada, el hombre-samurái que vi una vez abalanzarse sobre un árbol para apagar con sus propias manos las llamas que amenazaban con abrasarlo. Esto ocurrió hace ya unos años durante una de las tantas celebraciones del Barça en la Plaça Catalunya de Girona, la “canaletes gerundense”.
Xavier San, un artista del masaje #shiatsu. @XavierAlcover Share on X
Sigo sin saber qué es el shiatsu y os aseguro que esta vez no me documentaré lo más mínimo. Para nada es desinterés. Puede que lo haga en otra ocasión, con la ayuda del propio Xavier. Hoy os quiero explicar qué sentí exactamente durante una hora a nivel exterior e interior, teniendo en cuenta que el exterior tangible y el interior intangible están estrecha y misteriosamente vinculados.
El maestro San, quien por cierto se auto-comprende como un humilde aprendiz, me comentó algo sumamente interesante a posteriori, es decir, después del buen meneo que le pegó a mi cuerpo dolorido. Xavier San me comentó que cuando nos hacemos daño físicamente lo primero que hacemos es, casi como un acto reflejo, depositar las dos manos en la zona maltrecha o dolorida, como si estas pudieran hablarnos y nos susurraran al oído “estoy aquí para cuidarte”, “quiero protegerte” o “estás en buenas manos” (y nunca mejor dicho).
Técnicas como el Shiatsu nos hacen más humanos
En nuestra sociedad a veces da miedo tocarse o tocar al otro. Parece que todo toma una connotación sexual. Bueno, muchos diréis que no, que os gusta tocar a la gente y que la noche no os confunde, pero la realidad es otra, las gentes se mueven como peonzas en torno a sí mismas temiendo chocar o rozarse con otras peonzas semejantes preocupadas por placeres absurdos con los que llenar sus bocas. Pero no sólo de pan vive el hombre, válgase la perogrullada. El otro día viví y bebí el néctar del shiatsu. Sigo sin saber qué es pero os explicaré que, en primer lugar, uno no está del todo cómodo por dejar en manos ajenas su propio cuerpo, sean estas de una mujer o bien de un hombre. Mis piernas rígidas delataron a un alma inquieta. Cuando el maestro San me dijo que mis piernas “eran suyas” le obedecí y se las regalé. Todo era por mi bien, así que las dejé caer muertas, cerré los ojos y me dejé llevar. Noté sus dedos incrustándose en mis pies, en mis brazos, en mis piernas y en mi espalda. A veces notaba pinchazos dolorosos “buenos” y otras veces eran pinchazos dolorosos “malos”. En otras ocasiones no notaba nada más que una mano amiga presionando una zona concreta de mi cuerpo. En segundo lugar, me fui sintiendo más cómodo paulatina y gradualmente. En mi caso el bienestar corporal y mental fue in crescendo. Me fui relajando a lo largo de esa hora como hacía tiempo que no recordaba. Pensé que apenas ya no me dejo caer sobre el sofá sin más intención que la de “no hacer nada”, sin tener el dichoso móvil entre mis manos, sin encender el televisor o el portátil. Hemos olvidado estar con nosotros mismos “sin hacer nada”. Supongo que diciendo esto no descubro la sopa de ajo, pues ya lo sabéis, pero debemos hacer algo al respecto y ese algo es nada. Es un tópico, pero es cierto.
Renovado gracias al efecto del masaje Shiatsu
Durante esa hora bendita con el maestro San hice un break trascendental, un kit-kat espiritual sin precedentes que consistió en permanecer estirado –primero boca arriba y después boca abajo– con los ojos cerrados tratando de comprender las sensaciones que experimentaba mi cuerpo. ¿Por qué había dolor “bueno” en algunas partes del mismo? ¿Por qué había dolor “malo” en otras? ¿Qué significaba ese contraste? ¿Qué era aquel calor maternal que sentí repentinamente sobre mi cuello? ¡Sí, un calor maternal! Esto va en serio, queridos amigos/as. Cuando el maestro depositó sus dos manos permanentemente sobre mi cuello sentí como si mis propias manos se hubieran puesto allí para «preocuparse» por esa contractura dolorosa. Noté una energía cálida y positiva entrando por mi cuello. Era una sensación de protección, de preocupación y de cura. Evidentemente, al acabar la sesión la contractura seguía ahí, seamos realistas, pero esta ya no era «dolorosa», pues había sido reducida, minimizada, mimada por esas manos de santo del señor San. Al acabar la sesión de shiatsu podía mover mi cuello casi como un aspersor. Lo cierto es que podía moverlo con más comodidad y mucho menos dolor que al principio.
Sigo sin saber qué es el shiatsu, pero lo único que sé es que creo en él, no como una alternativa a la medicina –seguí tomando paracetamol y usando fisiocreme– pero sí como un complemento terapéutico fundamental: la depurada técnica del maestro se une a su deseo de sanar en el momento en que deposita sus manos sobre el cuerpo, y sobre todo sobre el foco de dolor, como cuando éramos pequeños y nos dábamos un golpe en una zona concreta donde siempre acababan llegando cual par de ambulancias nuestras propias manos, las más rápidas, las más cariñosas, las que más podían protegernos. En acorde con las sensaciones que me llevo de esta nueva experiencia me atrevo a decir que el shiatsu es sencillamente un regreso al sentido común. No es una cosa mágica, pero sí un arte noble y auténtico que ofrece un momento único y sagrado donde el poder del tacto se convierte en una terapia extraordinaria para la persona en un momento crucial de la historia en la que la sociedad tiende cada vez más a convertirnos en individuos autómatas, aislados los unos de los otros y donde la normalidad (el hecho de no tocarse) es patológica (y el sexo, sexo es). Pero eso es ya otra historia.
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