No hay hombres lobo, es posible que ni siquiera sea de noche cuando leas estos relatos de Anna María Villalonga y Empar Fernández, pero te aseguro que, cuando lo hagas, el terror se apoderará de ti.
Te lo juro por el espíritu de Diodati.
Y además, te ofrecemos un contenido extra por cortesía de EnVeuAlta (En Voz Alta), un proyecto de Miquel Llobera, Maribel Gutiérrez y Maria Josep Morgado para escuchar literatura.
Estremécete con No hay hombres lobo en la ciudad de Anna María Villalonga magistralmente interpretado por Miquel Llobera.
Siente el terror, siente la literatura.
En Veu Alta, Literatura en Voz Alta.
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No hay hombres lobo en la gran ciudad
Anna María Villalonga
Fotografía de Javier Sánchez Sáez
Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit
Tito Maccio Plauto (254-184 a.C.)
No hay hombres lobo en la gran ciudad. No los hay. No importa que la luna llena ilumine la bóveda celeste con su esplendor y su redondez, formando un círculo perfecto. Ningún humano sufrirá su influjo ni se convertirá en una bestia maligna. Ninguno. Esa historia es un mito, un cuento, una invención. Una distracción del cine y de la literatura, una diversión para adolescentes impresionables.
No hay hombres lobo.
Él, por fin, lo sabe. Le han convencido. Se lo han dicho los médicos, los amigos, la familia. Ha estado ingresado en un sanatorio, ha asistido a terapia de grupo, ha ingerido obedientemente un montón de pastillas. Y la realidad se ha impuesto. No hay hombres lobo. Ni en la ciudad, ni en el bosque, ni en ninguna parte. Es así de sencillo: los hombres lobo no existen.
Ya no tiene problemas para salir de casa, aunque sea tarde y Selene gravite, brillante y plena, sobre el cielo de la ciudad. Antes le resultaba imposible, tenía miedo. Un hombre lobo podía atacarlo, clavarle las garras, destrozarle la carne, destriparlo. Sin embargo, ahora ya no, porque no hay hombres lobo. Puede estar tranquilo.
Desde la ventana ha observado la serenidad de la noche, así que decide salir a pasear. No le importa que sea el primer día de la luna llena. Es un hombre nuevo y le apetece deambular sin prisa, vagar por las calles, notar el asfalto bajo los pies. Ha estado encerrado demasiado tiempo y quiere recuperar la sensación de la brisa en el rostro, la reconfortante calma de una ciudad que ya no le asusta. Sin rumbo fijo, se pone a caminar.
Cuando lleva recorridos unos cuantos metros, le parece que un sonido extraño ha rasgado el silencio. Aminora la marcha para escuchar mejor. Sí, ahora lo percibe claramente. Hay alguien a su espalda, hollando la acera con unos pasos difusos, como si anduviera camuflándose para no hacer ruido. Él se inquieta un poco, pero luego comprende que no tiene motivos. No pasa nada. Solo es otra persona que ha salido a disfrutar de la agradable noche. Sigue adelante. Le gustaría volverse a mirar, pero no se atreve. En cambio, echa un vistazo a su alrededor. Ojalá descubriera que no se encuentra solo, que hay algún viandante más. Por desgracia, la calle está desierta. El desasosiego crece en su interior, no puede evitarlo. Se le encoge el estómago con una punzada demasiado conocida. Y le asaltan las ganas de huir corriendo.
Pero no. No. No lo hará. Porque no hay hombres lobo.
Aun así, aprieta el paso. Y entonces, sin previo aviso, el otro lo hace también. Él se da cuenta por el taconeo acelerado de las botas de su perseguidor, que ya no intenta ocultarse. Como un loco, empieza a correr, el corazón atenazándole la garganta, la visión borrosa, el pecho convertido en una piedra que no le deja respirar. Le parece que avanza, pero luego nota que no. Apenas se mueve. No sabe si le fallan las piernas, solo entiende que es presa de un pánico inmenso, desaforado, que ni siquiera le permite hallar la voz para gritar.
Cuando el desconocido le alcanza y le tira al suelo, él ya se ha convertido en un niño indefenso. El filo de una navaja le acaricia la barbilla, la nuez, se le apoya juguetonamente sobre la yugular.
—Dame todo lo que llevas o te rajo aquí mismo.
No lleva mucho, pero se lo da sin rechistar. Espera que el asaltante se vaya, pero en lugar de eso le golpea la cara con la mano abierta y le arranca el reloj. Él sigue en el suelo, no puede levantarse. Farfulla algo con voz queda, con un quejido como de gato enfermo. El otro, apretando la mandíbula, le asesta en las costillas un brutal puntapié.
—Cállate, hijo de puta.
Él se hunde, no puede controlar un chorro maloliente y cálido que de repente se le cuela entre las piernas. Un líquido pegajoso que le empapa los pantalones, los calcetines, los zapatos. En silencio, empieza a llorar. No puede reprimirse. Se está orinando encima, con la cara llena de lágrimas.
El perseguidor se agacha a su lado, muy cerca. Rostro con rostro, aliento con aliento. Con frialdad premeditada, le clava una mirada dura como el diamante. Le taladra los párpados, el cerebro, la piel.
—Sé dónde vives, cabrón. Si me denuncias, te mato.
Él se echa a temblar. El otro se yergue con parsimonia, le patea el costado con la punta de la bota y se aleja calle abajo protegido por las sombras, riendo entre dientes. Él cierra los ojos, sin parar de llorar, intentando en vano ponerse en pie.
No hay hombres lobo en la gran ciudad.
Ictus
Empar Fernández
En Veu Alta, Literatura en Voz Alta.
Sentirás el Ictus.
Hace días que se agotó la pila y el despertador dejó de sonar. Los mismos días que Dexter, mi gato, lleva sin probar bocado. Solo se mueve de mi lado para ir hasta el cajón de arena. Poco después regresa hasta situarse muy cerca de mi mano. Espera una caricia que no puedo darle.
No comprende por qué no he abierto todavía una lata de comida ni le he llenado el bol con algo comestible que saco de una bolsa verde brillante. No queda agua en su cuenco y creo oír cómo le rugen las tripas. A veces se pierde inútilmente en la cocina. Siempre regresa a mi lado.
Cada vez está más inquieto. Me lame las manos dedo a dedo, sube hasta mi cuello humedeciéndolo con la lengua y me sacude la cara con la cabeza. Intenta por todos los medios que me despierte, que reaccione. ¡Qué más quisiera!
Dexter ronronea junto a mi oído derecho cada vez más fuerte, pero yo no consigo moverme. No sé ni si parpadeo. No puedo hablar ni alargar la mano. Aunque pudiera hacerlo, a estas alturas también el móvil debe estar descargado.
Dexter da vueltas en torno a sí mismo, sube y baja de la cama, mordisquea mis manos, tira de mis dedos, de las mangas de mi pijama, lo intenta con los dedos de los pies. Duele. Está desconcertado y hambriento.
Siento miedo.
De nuevo se acerca a mi rostro.
Muerde mi nariz, mis labios.
Tira de mi carne y la arranca.
Duele cada vez más.
Tampoco puedo gritar ni apartarme.
Sangro.
Sube hasta mis ojos.
No creo que pueda soportarlo.
@EmparFdez y @AnnaVillalonga. Relatos de terror. Bicentenario #Diodati200 #Frankenstein Share on XSigue a Anna Villalonga en A l´ombra del crim y en El fil d´Ariadna
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Imagen de portada: Javier A. Bedrina
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