Yo soy el que tú buscas, de Elena Sánchez Recuero, relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.
#Relato del Curso Online de Técnicas Narrativas @NessBelda. Hoy presentamos a @ElenaSRecuero. Share on XYo soy el que tú buscas
─Si usted quisiera, viviría como una reina.
Elvira no contesta, se limita a acariciar la copa de vino sin siquiera mirar al hombre que lleva un rato intentando entablar conversación. Cuando habla, su aliento es tan fuerte que diluye todos los demás olores del ambiente; el del tabaco, el de humedad de la ropa mojada por la lluvia, el de los perfumes baratos. Le ha visto otras noches, pero es la primera vez que se dirige a ella, quizá porque está algo bebido. A pesar de ir cada día, rara vez se le acerca alguien. Su aspecto elegante no concuerda con el sitio y repele a los moscones, que parecen formar parte del mobiliario. El lugar está tan alejado de su casa que cree imposible cruzarse con alguien conocido, pero cuando entra no puede evitar ese temor. Está claro que no se encontraría con ningún amigo, pero ¿y los empleados de la empresa? No tiene ni idea de dónde viven, ¿cómo explicaría qué hace por ese barrio, y de noche?
El bar es ruidoso y antiguo. Un bar de habituales con el ambiente cargado de humo. El camarero sirve la bebida a los clientes sin preguntar, y no pierde de vista la copa de vino que ella deja siempre casi sin beber. Una vez, mientras se iba, en el espejo situado junto a la puerta, Elvira pudo ver que, con disimulo, se la bebía de un trago de espaldas a la barra que limpia continuamente, como si fuese un tic nervioso. Es delgado, pero con una barriga que le cuelga hasta tapar la hebilla del cinturón, donde engancha un abridor de cerveza y un trapo no muy limpio con el que seca los vasos.
Desde hace casi un año, Elvira va a ese bar con la esperanza de encontrar al hombre que una vez la confundió con otra… Se conocieron en un chat al que ella se había apuntado con un nick tomado al azar: Sofía. Antes de cerrar el ordenador, después de un domingo eterno, cansada y aburrida, en la pantalla apareció un nombre, Jorge, y una frase: «No sabes lo que me ha costado encontrarte».
Entró al juego. Una más de las mil maneras que hay para ligar en Internet, pensó, aunque pronto se dio cuenta de que jugaba sola. Jorge iba en serio, creía que era Sofía. Empezaron a hablar cada noche, y a ella le hacía gracia esa comedia que se montaba llena de equívocos. Jorge parecía aceptar como parte del reencuentro las evasivas de Elvira a toda alusión personal, era como partir de cero, reconquistarla. Ella aprendió a tenerle en vilo y, ante cualquier acercamiento que pudiera delatarla, dejaba caer veladamente la posibilidad de volver a desaparecer. Entonces él se replegaba angustiado y vuelta a empezar. Hablaban de cine, de libros, arreglaban el mundo y se reían, se reían mucho. Elvira absorbía cada palabra, cada insinuación o dato de esa Sofía a la que cada vez odiaba más. A veces soñaba que era ella y en esos segundos que transcurren entre el sueño y la vigila, percibía la noche anterior como un juego real entre dos amantes que se reencuentran y se ponen a prueba fingiendo que no se conocen. En su sueño, era rubia, como Sofía, uno de los pocos datos que tenía de ella. Jorge aparecía siempre como un ser sin rasgos ni voz, pero perfectamente reconocible para Elvira.
De vez en cuando él hacia referencias a un bar, a su sitio especial, donde se vio con Sofía por última vez y donde ella, al parecer, cada noche le esperaba sentada tras unos grandes ventanales. Estuvieron así meses, enganchados a unas conversaciones que a veces duraban hasta el amanecer. Elvira empezó a enamorarse de ese hombre sin rostro, e incluso hizo algún amago de sacarle del error, pero en cada ocasión sintió un miedo insuperable a perderle y volvía a ser la Sofía que él había encontrado y que ahora jugaba a ser otra. Alguna vez demoraba a propósito la entrada en el chat, disfrutando la sensación de alivio que percibía luego en sus primeras palabras.
Un día Jorge desapareció sin más. Elvira dejó de dormir, se pasaba las horas mirando el ordenador. Cogió vacaciones en el trabajo, volvió a fumar.
Se quedaba dormida por agotamiento, pero una noche, al despertar, leyó en la pantalla: «No te esfuerces más, sé que tú no eres la que yo busco. Un abrazo y gracias por todo. Jorge».
Entonces, fue Elvira la que empezó a buscarlo a él, convencida de que le reconocería a pesar de no haberlo visto nunca. Leyendo mil veces el historial del chat, Buscó el bar del que le había hablado. Parecía estar en una plaza pequeña y tener grandes ventanales. Acabó encontrándolo, pero muy diferente a como lo había imaginado. Imposible situar allí, un lugar vulgar y sucio, al Jorge con el que había hablado cada noche. Tenía bancos corridos tapizados con imitación a cuero, con quemaduras de cigarrillos por los que asomaba la espuma amarilla. Los cristales, siempre empañados, apenas reflejaban los faros de los coches que pasaban, como si no los hubieran limpiado nunca.
El camarero pasa el trapo una y otra vez por el lado de Elvira, mientras ella esquiva como puede los acercamientos, cada vez más groseros, del hombre algo bebido. Está convencida de que, al verla cada día, piensa que es una buscona, como otras habituales que hay apostadas en la barra. Cuando entra cree ver en él una mirada burlona. Una noche soñó que al ponerle la copa de vino, le susurraba al oído: «yo soy el que tú buscas», y se despertó angustiada, igual que cuando era pequeña y tenía pesadillas. Después de ese día intentaba no mirarle, como si aquel sueño pudiera hacerse realidad. Escudriñaba cada noche los rostros de los hombres que entraban y salían, atenta a sus conversaciones, por si alguna palabra, una expresión, pudiera indicarle que era él. Lo deseaba y a la vez le temía. ¿Y si resultaba que era uno de esos individuos grises que parecían haber recalado allí porque en cualquier otro sitio estarían fuera de lugar? Como los borrachos que acaban juntándose todos en la misma zona del parque.
Cuando este, a partir de cierta hora, empieza a barrer el suelo y recoger vasos, los clientes, como atendiendo a un toque de queda, se marchan apresurados dejando sobre la barra el dinero de la consumición. Elvira no se deja invitar por el hombre y se despide de forma educada. Como cada noche, se jura no volver.
El camarero, sin disimulo ya, apura el vino que ella ha dejado intacto y empieza a limpiar las mesas pasando un trapo húmedo para deshacer los cercos que las copas han dejado sobre la madera. Cuando Elvira sale del bar, él sonríe y la sigue con la mirada.
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Elena Sánchez Recuero
Le hemos tomado prestada la portada a Edward Hopper. Gracias, Maestro.
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